La gimnasta norteamericana Simone Biles, ganadora de cuatro medallas de oro y una de bronce en las Olimpiadas de Rio de Janeiro (2016) era considerada una de las revelaciones de las que se celebraron en Tokio en julio de este año. Biles, considerada un ícono del deporte mundial y clara candidata a seguir agrandando su leyenda, se retiró de la competición antes de tiempo priorizando su salud mental. El hecho provocó de improvisto una escala de tonalidades grises por la definición emocional del concepto.
La retirada de Biles supuso un seísmo de grandes dimensiones al poner sobre la mesa un tema tan importante como la salud mental. Los focos de atención se trasladaron de las barras y caballetes, su especialidad en la gimnasia olímpica, a lugares desconocidos que descolocaron a los más acérrimos defensores de la presión a los deportistas para llegar a los JJOO.
Cuidado de la salud mental
Con los focos fuera de la pista, la gimnasta norteamericana siguió reivindicando el cuidado de la salud mental. Lo ha hecho a través de mensajes de twitter en los que agradeció el apoyo recibido y remarcando que la salud mental es más importante que cualquier otra medalla. Al pequeño texto le acompañó una fotografía de Simone Biles sobre una barra de equilibrio.
Los de Tokio, eran los primeros Juegos Olímpicos sin Michael Phelps y Usain Bolt, los dos héroes olímpicos más influyentes del presente siglo. Suplir a dos referentes de semejante calado, no era tarea sencilla, aunque candidatos no faltaban. Para empezar, porque ambos ya tuvieron que compartir corona con Simone Biles en Río hace cinco años.
La menuda gimnasta estadounidense (1,42 metros) debía confirmar su condición de mito tras su vigorosa participación en la capital carioca. Biles a diferencia de Phelps y Bolt ha llevado la gimnasia femenina a otra dimensión con movimientos como ´Yurchenko´-doble mortal capado- que hasta su llegada parecía reservado a los hombres. Si se buscaba una reina para los JJOO en Tokio, Biles era la primera en la línea sucesoria.
Un tiro de alerta
En 1964, apenas 19 años después de hincar la rodilla frente al gigante americano en la Segunda Guerra Mundial, Japón organizó unos históricos Juegos que sirvieron, entre otras cosas, para mostrar una imagen de modernidad que asombró al mundo. El olimpismo llegaba así a un nuevo continente y, de paso, ampliaba su predicamento gracias a las nuevas tecnologías.
Aquellos Juegos fueron un éxito rotundo, aunque el país anfitrión sufrió un revés tan inesperado como doloroso con la derrota del héroe nacional, el judoca Akio Kaminaga, frente al holandés Anton Geesink en la final de la categoría Open. Esa humillación sin precedentes en el tatami provocó hasta suicidios en un país donde el honor va más allá de lo que consideramos razonable. Quién le iba a decir hace dos años al Comité Organizador de Tokio 2020 que aquello iba a ser una feliz anécdota, comparada con la contundente decisión de la atleta estadounidense de salir de competencia por cuidado de su salud mental.
Esa vertiginosa determinación provocó un estallido de lágrimas en millones de norteamericanos aferrados a sus pantallas Smart de que las exigencias del deporte no son un chiste y que ganar una medalla olímpica no es lo mismo que tomarse una cerveza fría. Biles se retiró de la contienda dejando una lección amalgamada de preguntas entre los propios atletas.
De retorno a su país, Biles generó una nueva dosis de indignación al denunciar ante un Comité del Senado norteamericano las flagelaciones a las que estaban sometidas las gimnastas del equipo de gimnasia femenino de EEUU, sometidas a sistemáticos abusos sexuales por parte del exmédico del equipo, Larry Nassar. Entre sollozos la atleta dijo ante el Comité: “he ganado 25 medallas mundiales, siente en Juegos Olímpicos y soy una superviviente del abuso sexual”.
El caso se convirtió en el mayor escándalo deportivo del siglo.
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