Antiturismo: viaje a una de las zonas más peligrosas de Lima
El guía de turismo nos saluda con una pregunta amenazante al llegar: “¿creen que los van a asaltar?”.
Tres turistas y yo iremos con él en un “shanty town tour” o en castellano, un tour por los barrios marginales de Lima, llamadas pueblos jóvenes o asentamientos humanos. Será un paseo por las áreas más arenosas, pobres y peligrosas de la ciudad. “No les pasará nada”, promete el guía. “Van con seguridad”.
Los turistas, el guía y yo partimos de un lugar completamente opuesto: el lobby del Estelar, un hotel cinco estrellas de Miraflores, el tercer distrito más seguro de Lima y que cuenta con una privilegiada vista al mar.
Un televisor de pantalla plana transmite noticias en inglés ante huéspedes indios, europeos y estadounidenses, sentados en sillones de cuero sobre pisos alfombrados, al lado de una barra de licores famosos: vino J. Calvet, Johnnie Walker Etiqueta Azul y tequila José Cuervo.
Uno de los turistas se hospeda en este hotel y paga 260 dólares por noche. Hoy pagaremos 50 dólares por el “shanty town tour”.
El precio es US$30 dólares mayor a los 80 reales que cuesta un “shanty town tour” por Rocinha, la mayor favela de Río de Janeiro, en Brasil.
Los que han ido a Rocinha aseguran que han visto pobladores portando armas.¿Se podrá encontrar lo mismo en Lima?
Esta es una ciudad con casi nueve millones de habitantes, pero más de un millón es pobre y vive en “pueblos jóvenes”, que nacieron a partir de invasiones de inmigrantes de otras regiones del país, desde los años 40.
El Estado no pudo atender su demanda de casas y ellos mismos las construyeron con cartones, plásticos, maderas y calaminas, aunque carecieran de luz y agua.
Con esta introducción, subimos a una van Toyota de la empresa que organiza la excursión, y arrancamos camino a Villa El Salvador, uno de los “shanty towns” más grandes de la ciudad.
Villa El Salvador nació en los años 70 al sur de Lima y es el tercer distrito menos seguro: el extremo opuesto de Miraflores. Los turistas se preguntan si se toparán con “pickpockets”.
El guía de turismo va en el asiento del copiloto. De vez en cuando voltea para hablar con nosotros y vende el “shanty town tour” como parte del “top ten” de tours de Lima.
¿Puede ser la pobreza un atractivo turístico? El guía asegura que se trata de un tour “antropológico”.
Rumbo al shanty town
El camino a Villa El salvador es un tour en sí mismo, a través de las clases sociales del Lima.
Salimos de Miraflores, un distrito con ciclovías, áreas verdes, semáforos inteligentes, información en paneles electrónicos, internet inalámbrico gratis, cámaras de seguridad, obras de arte abstracto.
Atravesamos Surquillo, una zona de clase media, de bodegas, ferreterías, restaurantes al paso y ambulantes, y entramos a San Juan de Miraflores, distrito formado por casas de ladrillos sin cobertura de cemento y lleno de camiones. El color verde se reduce a algunas macetas en las casas y desaparece en Villa El Salvador, el destino final.
Llegamos en media hora. Antes de bajar, el guía dice a los turistas que deben cambiar sus nombres por apelativos hispánicos.
James, estadounidense de 43 años, se llamará Jaime el resto del paseo. Nicholas y Paul, ingleses de 52 años, serán Nacho y Pablo, “para que entiendan” los lugareños.
El guía se precia de conocerlos. Él también nació en Villa El Salvador. Pero cree a sus vecinos incapaces de entender nombres extranjeros.
Caminamos por una pista de arena y bajamos por una pendiente a un mercado, en el sector Bello Horizonte, donde los puestos de venta se han montado en las puertas de las casas.
El guía se detiene en uno de ellos y los turistas lo rodean para comenzar a ver frutos desconocidos.
El guía les muestra una mazorca de maíz morado, luego una vaina verde, larga y gruesa, llamada guaba (guama en otros países), que tiene una pulpa blanca, que parece un algodón, y pepas negras.
Ninguno se anima a probarla, tampoco la granadilla, una especie de passion fruit(maracuyá) naranja.
Seguimos caminando hacia otro mercado donde se oye cumbia a volumen alto. Hay puestos de venta de discos de música piratas cerca.
Un vendedor de pescado, que viste una camiseta de algodón sin mangas, ve a los turistas extranjeros y saluda levantando un atún de unos 60 centímetros con la mano, como un trofeo.
Una señora que vende quinua solo sonríe a la visita. El guía explica que aunque sea discreta, la sonrisa no es gratuita:
“Ellos saben que ustedes están donando dinero con el tour para proyectos sociales”, dice.
Al salir del mercado, por un camino de tierra, entre perros callejeros, el guía se encuentra con un compañero de su colegio que toca zampoña (instrumento de viento) en la calle.
Lo saluda con una palmada en el hombro y se voltea a hablar con los turistas de él. “No todos los de Villa El Salvador tienen la oportunidad de estudiar como yo”, dice en inglés.
El compañero no entiende, sonríe y le pide su número de teléfono. Espera volverlo a ver.
“¿Perdieron un órgano?”
Volvemos a la van y subimos por una colina del cerro Bello Horizonte hacia el sector Los Balcones. El nombre promete una vista privilegiada, pese a que la vida ahí no lo es.
La van nos deja a la mitad del camino. No hay pistas para que siga subiendo, solo caminos empinados y estrechos, de rocas y arena, rodeados de casas de ladrillo desnudo, casas de madera sin ajustar o de calaminas y plásticos, que parecen ceder al menor soplido.
Casi la mitad de ellas no tienen luz ni agua, pero tienen antenas de Direct TV (televisión satelital de pago) y sus dueños, usan smartphones.
Llega July Tuanama, dirigente de Bello Horizonte, y nos da la bienvenida. Lleva una sombrilla, una cartera y un monedero. Tuanama nos lleva por una curva empinada de rocas, con casas a la izquierda y un abismo a la derecha.
De pronto, por un lado del precipicio, aparece un niño de unos cuatro años, escalando las rocas. En Bello Horizonte, jugar a su edad es casi un deporte extremo.
Seguimos subiendo por las escaleras de un pasaje llamado Cosmos y a los lados siempre hay pedazos de pan regados y perros ladrando, vigilando las casas.
Hoy la señora Tuanama es como nuestro guardaespaldas. Bello Horizonte parece tranquilo. Pero de vez en cuando unas mototaxis paran cerca de nosotros, como para averiguar quiénes han llegado al barrio de improviso.
Al final de las escaleras, queda una casa de ladrillos con dos pisos. En la entrada, varias piezas de ropa mojada cuelgan en cordeles distendidos.
Una joven de unos 25 años lleva en brazos a dos niños y un perro ladra a los desconocidos. El guía saluda y pregunta a los turistas:
– ¿Cuántas personas creen que viven acá? – Five, dice James. – Frío, responde el guía.
En esa casa, de 30 metros cuadrados, viven 22 personas, que se dividen el pago del agua que compran a camiones cisterna y la conexión clandestina de luz. No tienen baño, sino letrinas. Para limpiarlas, usan cal viva.
Luego de esta descripción, subimos por las escaleras del pasaje Arcoiris, otro lugar con nombre optimista. Llegamos a la casa de María, una invasora de Chota, Cajamarca, la sierra norte del Perú.
Comparte con nueve nietos y sobrinos su casa de madera, les cocina con leña y para vivir, administra ahí mismo una pequeña bodega.
Después de 20 años en Villa El Salvador aún carece de título de propiedad de su terreno.
– ¿Cómo va ese trámite?, le pregunta el guía. – Primero quiero ponerme agua potable, responde la señora, aunque sepa que la altura del cerro hace casi imposible instalar tuberías.
Retomamos un camino escarpado y llegamos a la parte más alta de Los Balcones. Desde aquí podemos ver todo el distrito: un parque zonal y decenas de manzanas de casas sin terminar.
Hay 26 cerros más con esta vista en Villa El Salvador y algunos aprovechan los espacios al borde de los precipicios para demarcar canchas de fútbol.
El paseo acaba en dos horas. Bajamos por un atajo que nos muestra la señora Tuanama. “¿Perdieron un órgano?”, pregunta el guía a Nicholas y Paul. Ambos se ríen y aseguran que el tour ha sido una manera distinta de conocer Lima.
“Este recorrido le abriría los ojos a los norteamericanos”, dice James, el turista de Estados Unidos.
Nos detenemos en otro mercado y los turistas van a un baño prestado. Mientras los espera, el guía le ofrece a una vendedora una botella de agua vacía:
“Te la regalo, hay 20 centavazos si la vendes para el reciclaje”, le dice y la mujer no parece molestarse ante la insinuación de indigencia.
Subimos a la van Toyota, que sigue el mismo recorrido de vuelta. Es decir, otro viaje a través de las marcadas clases sociales de Lima.