El caso Nisman se ha convertido en el símbolo de un tipo de guerra que ha comenzado a operar a escala mundial bajo distintos mecanismos. En nuestro país, mientras que la población se divide entre aquellos que pretenden imputar el hecho al Gobierno -más precisamente judicializar a la Presidenta- y aquellos otros que lo ven como una maniobra de la oposición -donde la Justicia, los servicios secretos u otros son los responsables-, la verdad, la justicia y todo lo que el pueblo reclama de una u otra forma se hallarán cada vez más lejos de poder ser alcanzados.
No sólo es que el ciudadano desconfía cada vez más de las instituciones -y de los poderes del Estado, sea Ejecutivo, Legislativo o Judicial-, sino que la información necesaria para establecer la verdad -de la que puede derivarse la justicia- le es inaccesible. Por lo tanto, lo que hay es un choque de opiniones en el que los medios de comunicación juegan un papel decisivo. Es lo que alguien denominó “Guerra CNN”. Lo llamativo es que estas opiniones no son fundadas en hechos, sino en relatos que dan cuenta fragmentada de hechos que se conectan con cierta intencionalidad, aunque pocas veces puedan hallarse conectados de una manera tan clara. Según sea el área de conocimiento de cada ciudadano, podrá o no darse cuenta de ciertos elementos de falsedad en dichos relatos o de inconexiones demasiado evidentes. Luego además estarán la afinidad ideológica, la matriz previa y dinámica en la que dichos relatos se vuelcan. En los tiempos que vivimos estas guerras se plasman en tweets, en marchas, en entrevistas, en opiniones y argumentos repetitivos que una vez entremezclados crean confusión. Todo lo contrario a la verdad y a su búsqueda. Pero más que todo suelen generar frustración y desá-nimo. En las sagas televisivas el espectador queda atrapado a la espera de conocer quién es el culpable y espera el castigo. Sólo así la mente queda satisfecha. De otro modo se generan rabia, impotencia y una desagradable sensación de desamparo frente a la brecha de medios materiales que separa a los aparatos de poder, respecto de cualquier ciudadano que se autopercibe honesto. De hecho, el género de novela negra que ha pululado debería al menos crear conciencia del nivel de manipulación y engaño que es factible montar desde un aparato de poder o desde un grupo pequeño bien organizado: pruebas implantadas, adulteración o destrucción de ellas, falsos testigos, etc. El problema reside en que la novela no es la realidad y la frustración de un mal final es radicalmente distinta. ¿Y si el objetivo no fuera simplemente la imputación de autoridades sino crear desánimo entre los argentinos? La razón muy sencilla es que un país con baja autoestima es más manipulable.
Una lectura informada debería hacer ver lo absurdo de ciertas conexiones por contigüidad de ideas. Por ejemplo, que el móvil del supuesto acercamiento a Irán se derivaría de la crisis energética y de la supuesta obtención de petróleo barato. Argentina importa gas natural licuado y gasoil. Irán no es aún exportador de esos productos que abundan en mercados mucho más cercanos. Los intereses de ese país están más conectados con el mercado europeo y el asiático que con el latinoamericano. Más paradójico todavía resulta que los propios miembros de un poder convoquen una marcha para reclamar resultados de un trabajo que es de su entera competencia. ¿Pero importa la verdad o una lógica estricta? ¿O es precisamente la instalación de la paradoja el mismo objetivo buscado? Una vez disparada la acusación, lo simbólico opera porque ésa es la verdadera lógica de un acto político. Una vez que opera, divide y multiplica opiniones, se entreteje un discurso de apariencia racional que se basa en la necesaria ignorancia. La mentira a fuerza de ser repetida permea el imaginario. Una nube de de-sesperanza basta para que toda noción de unidad nacional en temas que como argentinos nos afectan impida aunar fuerzas para emerger en el siglo XXI como país viable. Es una forma de deprimir y paralizar fuerzas creativas en un momento clave de la historia y de la geopolítica.
Hacia mediados de junio de 2014, el periódico inglés The Guardian publicó una interesante nota acerca de un proyecto del Departamento de Defensa de los Estados Unidos que involucraba el estudio por parte de numerosas universidades de las condiciones culturales, de comportamiento y actitudes de la población, incluyendo uno que se denomina “Seguimiento de brotes masa crítica en contagios sociales”. La misma iniciativa Minerva -así se llama- financia investigaciones que simulan con modelos matemáticos cómo se inicia, propaga y extiende el descontento social capaz de derrocar un gobierno o de desestabilizarlo. Esta iniciativa nace en 2008, momento en el cual para muchos analistas comienza a ponerse en tela de juicio la reconfiguración del poder económico y político emergente entre 2003 y 2007 como consecuencia del despegue de China y una percepción de autonomía que se genera en regiones como América latina. No deja de llamar la atención que el 18 F haya sido convocado tanto en Venezuela como en Argentina, dos países que tienen configuraciones socioculturales totalmente distintas, regímenes económicos y políticos también disímiles pero que, a pesar de ello, algunos medios de comunicación internacionales procuran sean todo lo semejantes que los que desconocen la realidad puedan creer.
Lo absurdo del caso es que el instinto más básico, como es el de supervivencia, no se active en nuestros ciudadanos a pesar de haber hecho tardíos mea culpas por la pérdida de la democracia. Un término que por cierto hay quienes definen únicamente por identidad al mercado y no por la construcción de una sociedad con mejores instituciones, búsqueda de bienestar, progreso y constante superación de sus fallas.
Roberto Kozulj es Experto en Energía y Desarrollo. Las expresiones de este artículo son estrictamente personales y no involucran a ninguna institución a las que el autor pertenece.