La amnistía temporal concedida al aborto demuestra que el papa Francisco ha cambiado la Iglesia mucho más en la forma que en el fondo
“El aborto es un crimen abominable”. La sentencia puede resultar sorprendente en el repertorio tolerante de Francisco, pero la pronunció inequívocamente en abril de 2014, comparando incluso el aborto al infanticidio y reivindicando “la cultura de la vida”.
Semejante punto de vista parece contradecir la amnistía que el propio pontífice extendió ayer en Roma, si no fuera porque el periodo de excepción y de misericordia concedido a las mujeres criminales y a sus cómplices -del 8 de diciembre al 20 de noviembre de 2016- representa una mera tregua en la ortodoxia doctrinal, cumplida la cual regresará el castigo absoluto de la excomunión para escarmentar a las pecadoras.
La paradoja ilustra las propias contradicciones del papado franciscano, precisamente por la distancia asombrosa que cortocircuita las formas del fondo. Francisco no retoca la doctrina, pero aparenta hacerlo con sus mensajes de empatía y sensibilidad sociales, no menos elocuentes cuando abre los brazos a los divorciados y se hace hombre en la inquietud de los homosexuales: ¿Quién soy yo para perdonarlos?
Las interrogaciones tendrían mayor credibilidad si no fuera porque su mano derecha, Pietro Parolin, declaró que el matrimonio homosexual es una tragedia para la humanidad. Lo dijo con los galones de secretario de Estado. Lo hizo para fijar la posición del Vaticano respecto al referéndum irlandés que condujo a la equiparación de derechos.
Y sucede igual con la discriminación de los divorciados. Francisco se compadece de ellos, los incluye en su rebaño, pero no ha modificado la “legislación” que les permitiría acceder a la sagrada forma. Ni ha reflejado en ningún documento una enmienda a la excomunión que conlleva e implica la ruptura del sacramento matrimonial.
Otra cuestión es que el carisma y la sugestión de un papa revolucionario redunden en un estado de anestesia y devoción generales. Y no tanto en la desconcertada feligresía como entre los agnósticos y entre los ateos. Francisco los ha seducido. Los ha “convertido” desde la adopción del “papulismo”, un término híbrido que reúne el papismo y el populismo en una suerte de mimetismo cultural, sociológico, que abandera un cambio de mentalidad mucho menos profundo de cuanto parece.
Lo demuestra el paternalismo hacia las mujeres que abortaron. Un año jubilar disponen para “reciclarse” y pulirse. Tendrán que hacerlo de corazón. Y deberán eludir la reincidencia, puesto que el periodo de gracia caduca al mismo tiempo que reaparece la punición de la excomunión, en los mismos términos que emplearon Juan Pablo II y Joseph Ratzinger.
Francisco se diferencia de ambos en su vocación de pater arrabalero -“los obispos deben oler a oveja”-, pero comparte con Benedicto XVIla ortodoxia doctrinal y comparte con Wojtyla las ambiciones geopolíticas. De otro modo, no hubiera reconocido el Estado palestino, ni habría regalado a Putin una botella de oxígeno ni habría desempeñado un papel capital en la operación de apertura de Cuba a EEUU.
Es una manera de acreditar su activismo, su posición de garante planetario, consciente además de que su mirada anticapitalista, su fervor ecologista y su posicionamiento con los pobres y los desheredados en el umbral de la teología de la liberación lo canonizan en vida, fomentan el proselitismo en los caladeros cristianos y encubren la rigidez con que la Iglesia que él mismo lidera permanece sujeta a sus tabúes.