El asesino Charles Manson muere a los 83 años

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Foto: AP

Murió la muerte. El inescrutable y maligno Charles Manson falleció este domingo en el hospital Mercy de Bakersfield (California) por causas naturales. Tenía 83 años y un pasado que nunca dejó de intimidar al presente. Entre julio y agosto de 1969, Manson y sus acólitos, bautizados como La Familia, se sumergieron en una espiral de sangre, sexo y rock que acabó en nueve asesinatos, entre ellos el de la actriz Sharon Tate, embarazada de ocho meses. Fueron crímenes colectivos, orgías satánicas, aberraciones apocalípticas que asestaron una cuchillada feroz al mundo hippy. Tras años de amor y paz, Manson y los suyos tomaron de la mano a una sociedad mutante y en muchos aspectos ingenua y la llevaron de viaje por las tinieblas. Finalizado el periplo, una época tocó a su fin.

El móvil de los crímenes nunca ha salido completamente de las sombras. Pero más allá de la locura, Manson se comportó como un líder sectario que decidió hacer realidad sus incomprensibles y violentas soflamas. No se trataba de un discurso elaborado ni masivo. Su ideario unía a Hitler con los Beatles, las luchas raciales con la cienciología, el LSD con el fin del mundo. Un pastiche marginal que reflejaba mejor que nada sus orígenes desestructurados.

Nacido el 12 de noviembre de 1934, fue el hijo de una prostituta adolescente y alcohólica. Jamás conoció a su padre y el apellido lo heredó de un efímero esposo de su progenitora. Tampoco tuvo un hogar. Fue un niño que saltó de casa en casa hasta que a los 12 años empezó a recorrer los reformatorios. Ahí emergieron los primeros indicios de su abismal carácter. Llegó a violar a un compañero, y se volvió un ladrón habitual. Detenido una y otra vez, en las prisiones halló su hogar. Cuando en 1967 se instaló en San Francisco, había pasado la mitad de su vida en correccionales, se había casado dos veces, una de ellas con una prostituta, y acumulaba un largo historial por robo, fraude y proxenetismo. En la cárcel, también había aprendido a tocar la guitarra.

Fue en la dulce ciudad californiana donde salió a flote su lado místico. Al tiempo que intentaba ganarse la vida como músico (aún se conservan grabaciones suyas), se rodeó de un puñado de seguidores alucinados, restos de serie de clase media, que prestaban oídos a sus apocalípticos discursos.

En aquel momento, Manson vivía en un estado larval. Mucho de quienes le conocieron no habían detectado aún su lado oscuro. Sus coqueteos musicales le habían acercado a la epidermis de la floreciente industria musical de la época. Incluso vivió una temporada en casa de Dennis Wilson, fundador y batería de los Beach Boys. Pero ninguno de sus proyectos musicales funcionó. En cambio, su secta cada día se compactaba más a su alrededor. Con ellos, se lanzaría a la barbarie, a lo que él, tomando como referencia una canción de los Beatles, llamó el Helter Skelter.

Para materializar sus sueños, se marcharon a un rancho en el Valle de la Muerte. Ahí, el gurú acabó de perfilar su estrambótica visión del universo y, cuando consideró llegada la hora, envió a sus acólitos a matar. Su objetivo declarado era desatar una revolución racial. Posiblemente, su único deseo era satisfacer su sed de sangre.

El primero en caer fue un activista de los Panteras Negras. El propio Manson, buscando un levantamiento racial, le disparó y le dio por muerto. Luego le llegó el turno al profesor de música Gary Hinman. Secuestrado durante dos días, le cortaron las orejas y finalmente le apuñalaron. Tras este crimen, Manson proclamó el Helter Skelter.

El 8 de agosto de 1969, cuatro integrantes de La Familia acudieron a casa de un productor de Hollywood, Terry Melcher, que tiempo antes había rechazado a Manson. Pasada la medianoche, la tropa cortó la línea telefónica, irrumpió en la vivienda y dio rienda suelta a sus instintos asesinos.

Mucho se ha escrito sobre lo que ocurrió en el 10050 de Cielo Drive. En un vertiginoso aquelarre, la secta torturó, apuñaló, disparó y colgó a sus víctimas. Sharon Tate, cuyo marido, Roman Polansky estaba en Londres, recibió 16 puñaladas. Tenía 26 años e iba a dar a luz en dos semanas. Su cadáver apareció atado con una soga al del peluquero Jay Sebring.

No hubo piedad. Aún peor. Los asesinos mostraron una enorme felicidad al cumplir su misión. Tanta que cuando acabaron de matar pintaron con sangre la palabra “cerdo” en la puerta de la vivienda.

Pero la pesadilla aún tenía vida por delante. A la noche siguiente del asesinato de Tate, el propio Manson salió de su guarida y con media docena de seguidores seleccionó al azar una casa de Los Ángeles. Escogieron la del adinerado Leno LaBianca y su esposa. Una vez atados, Manson se marchó, y sus acólitos procedieron a matarlos a puñaladas. En la paredes volvieron a invocar sus demonios: “Muerte a los cerdos”. “Helter Skelter”. Luego se fueron a esperar el fin del mundo.

La falta de vinculación entre los asesinos y sus víctimas confundieron en principio a la policía. Durante meses hubo todo tipo de especulaciones hasta que una seguidora, detenida por el homicidio del músico Hinman, no pudo evitar jactarse en prisión.

En el juicio, Estados Unidos se enfrentó al fin de un sueño. Extravagantes, esótericos, incomprensibles, el gurú y sus fieles escenificaron un circo macabro. Manson intentó atacar al juez, golpeó a su abogado y se grabó en la frente una X. Mientras los fieles que no habían sido detenidos entonaban cánticos en las proximidades del tribunal, en el interior los fiscales retrataban los pormenores del horror. Sus seguidores hicieron lo mismo. Una sensación de inseguridad colectiva recorrió el país. Cualquiera podía ser víctima. El movimiento hippy y la cultura de las sectas solares que alumbró empezaron a ser vistas con desconfianza.

El 25 de enero de 1971, Manson fue condenado. El castigo era la pena de muerte, pero un cambio de doctrina judicial en California le salvó y quedó recluido a perpetuidad. La mayoría de sus acólitos también fueron sentenciados y aún siguen encerrados.

En prisión, Manson no abandonó la violencia. Su X en la frente se tornó esvástica. Pero también, como siempre hizo en su vida, ofreció una imagen trascendente de sí mismo. Jugaba al ajedrez en el patio, leía la Biblia, defendía un ecologismo extraño y recibía visitas de personas fascinadas por su suerte. A fines de 2014, pidió sin éxito autorización para casarse con una mujer de 26 años. En enero fue hospitalizado por una hemorragia interna. Este domingo a las 20.13, murió. Nunca mostró arrepentimiento.