La victoria de Lula en Brasil es un respiro. De todas las cabezas visibles de la nueva ultraderecha, esta que se ha formado a punta de paranoias generales, teorías de la conspiración, hábil mercadeo del odio, manipulación del fanatismo religioso y diversas formas del elogio de la violencia, Jair Bolsonaro puede muy bien ser la única figura más peligrosa que su ídolo (sic) Donald Trump. El peligro en sus casos respectivos viene en parte del tamaño de sus economías, que tienen un peso en lo que ocurre en sus zonas de influencia, pero también de esas cosas que no se cuantifican y suelen tomarse a veces a la ligera, a pesar de que llevamos ya varios años asistiendo al deterioro que provocan en nuestras sociedades.
Me refiero a cierta manera de ejercer el liderazgo que anda muy campante por estos días, y cuya principal estrategia es la destrucción de todo. Esta nueva forma de hacer política debe de ser resultona, porque de otra manera no se entiende que, con los daños que causa, se haya puesto de moda en nuestras desorientadas democracias que parecen cada día ser sus peores enemigas.
La forma a la que me refiero es una encarnación del mismo populismo de extrema derecha que llevamos varios años mirando con atención, porque ha estado ya un buen rato rompiendo cosas por ahí. Este populismo coquetea curiosamente con el fascismo, o por lo menos bebe del fascismo como forma de entender el mundo. Ya lo saben ustedes: el elogio de la violencia, el populismo de contenido racista, la invención de un enemigo del pueblo, todo filtrado a través de un ultranacionalismo al alcance de cualquiera. Fascismo de diccionario, en otras palabras. Uso la palabra con plena conciencia: sé bien que se usa demasiado y para todo, a veces por ligereza y a veces por frivolidad y a veces por ignorancia.
Y eso es negativo: si se usa con descuido, como lo hacen tantos políticos colombianos, el idioma pierde su valor y ya no sirve para nombrar las cosas cuando en realidad lo necesitamos. Como lo necesitamos para hablar de Trump, líder mesiánico de una banda de paranoicos violentos –extremistas, neonazis, supremacistas blancos– que ahora se meten a las casas de los políticos dispuestos a matar a golpes de martillo; como la necesitamos, sí, para hablar de Bolsonaro, cuya manera de entender el mundo es militarista hasta la caricatura.
Lo cual no impide, por cierto, que se lo tomen muy en serio. En las banderas de sus seguidores sale haciendo el saludo militar, y hay que preguntarse por qué eso les parece aceptable incluso a ciudadanos que no sienten, como sí siente Bolsonaro, nostalgia por los militares golpistas del siglo pasado. Pero es de conocimiento público que fue un militar mediocre y que salió del ejército por la puerta trasera, juzgado por indisciplina y acusado de armar planes para desestabilizar los cuarteles.
Tal vez de allí venga lo de ahora: no sería el primero que intenta lavar la sensación de fracaso con lo que los psicólogos llaman sobrecompensación (pero no estoy seguro de que Bolsonaro haya leído a Alfred Adler) ni el primero cuyas actitudes de hombre fuerte despiertan las nostalgias de los hombres débiles (los que sienten la necesidad de hacerse fotos fetichistas con sus fusiles, por ejemplo). De todas formas, todo esto es una cuestión de nichos: nada explica adecuadamente que por él haya votado el 49 por ciento del país. ¿Qué pasa entonces?
De maneras que quizás no son evidentes, pero que van calando, Bolsonaro ha puesto a buena parte de sus votantes en modo autodefensa. Es, ha sido siempre, un agitador social, un hábil manipulador de los resentimientos y los odios, y este aspecto no es distinto: ha liberado el porte de armas; sus redes sociales elogian a los armados. Éste es el mundo salvaje en que se mueve Bolsonaro, aderezado con el miedo de los ciudadanos en ciudades que están entre las más inseguras del continente, y su talento ha sido transmitir a los votantes la convicción de que están amenazados.
Nada más fácil en estos tiempos, cuando la política ya no nos llega desde arriba, por así decirlo, sino que circula entre nosotros, se hace entre nosotros (con las mentiras que compartimos, con los mensajes que hacemos circular, con la facilidad espeluznante con que deseamos la destrucción o el exterminio del otro). Todo eso lo ha explotado Bolsonaro. Irónicamente, la amenaza más real que vivió Brasil durante su mandato, la del nuevo coronavirus, fue despreciada y desatendida –pasará, dijo Bolsonaro, como el embarazo de las mujeres–, y el resultado fueron miles de víctimas que habrían podido salvarse.
Su capacidad para dividir y enfrentar, para cultivar la provocación y la agresión verbal, ha encontrado un terreno fértil en nuestras guerras culturales. La izquierda, los ateos, las minorías sexuales: el enemigo está claro y pasa por la religión, o por convencer a los fieles de que su fe está en peligro. En un país conservador donde las iglesias evangélicas tienen enorme influencia, basta acusar al contendor de hablar con el diablo para tenerlo detrás, como tuvo Bolsonaro a Lula, escribiendo otros tuits en que aseguraba que no, que él no ha hablado con el diablo, que faltaba más. Como en casos similares, quien miente primero y de manera más descabellada domina la conversación pública.
Es la gran lección, o una de las grandes lecciones, que Bolsonaro aprendió de Trump: y la imitó a conciencia. No es para sorprenderse, porque Bolsonaro se mira en Trump como en un espejo; son dos embaucadores de pasado mediocre –exitosamente maquillado– que comparten una visión del mundo digna de un matón adolescente y una incapacidad patológica para no hacer daño cuando pueden hacerlo.
(También se parecen en otra cosa: el fracaso de su reelección, que es tan inusual en un país como en el otro, y su negativa a aceptarlo: en el momento en que escribo, Bolsonaro todavía no lo ha hecho. ¿Por qué irse tranquilamente cuando puede todavía sumar un destrozo?)
Bolsonaro ha copiado simiescamente de Trump sus modos y sus estrategias, y eso ni siquiera es lo más grave: lo más grave es que otros lo pueden copiar a él. Su derrota puede postergar o desalentar ese efecto mimético. Aunque tal vez esto sea pensar con el deseo. De todas formas, la verdad evidente es que las dos figuras se parecen tanto como se parecen sus votantes, o un amplio sector de ellos. Tanto en Brasil como en Estados Unidos, son ciudadanos que se sienten amenazados; tanto en Brasil como en Estados Unidos, son ciudadanos que se alimentan de redes sociales casi de manera exclusiva; tanto en Brasil como en Estados Unidos, viven en una realidad que se aparta ligera o francamente de la realidad comprobable.
Y esto será quizás el mayor de los retos a los que se enfrenta Lula: ¿cómo gobernar para una parte de la ciudadanía que no está viendo la misma realidad que el Gobierno? Ya ha hecho lo mismo que hizo Biden en su momento: prometer que gobernaría para todos, que uniría a su sociedad dividida. Son las palabras que se esperan de un presidente, por supuesto.
Y, sin embargo, tan pronto escribo esta última frase me pregunto si es verdad. Tal vez no: tal vez sean las palabras que esperábamos antes de los presidentes de antes. ¿Llamados a la unión, a la concordia, a la tolerancia? Y entonces, ¿quién nos va a amenazar?