Si bien el proyecto de globalización posterior a la Guerra Fría sin duda produjo grandes beneficios, también creó las condiciones para el resurgimiento del nacionalismo en todo el mundo. Ahora que su credibilidad internacional está en su punto más bajo, los responsables políticos occidentales tendrán que repensar su relación económica y política con los países que lo han adoptado.
La euforia que siguió a la caída del Muro de Berlín en 1989 no se debió sólo a lo que Francis Fukuyama llamó una “victoria descarada del liberalismo económico y político”, sino también a la decadencia del nacionalismo. En un momento en que la economía mundial se iba integrando rápidamente, se suponía que la gente dejaría atrás sus identidades nacionales. El proyecto de integración europea –adoptado con entusiasmo por jóvenes con una buena educación y con capacidad de ascenso social– no era sólo supranacional, sino posnacional.
Pero el nacionalismo ha vuelto y está desempeñando un papel central en la política global. La tendencia no se limita a Estados Unidos o Francia, donde el expresidente Donald Trump y la líder del partido de extrema derecha Agrupación Nacional Marine Le Pen, respectivamente, lideran nuevas coaliciones nacionalistas. El nacionalismo también está impulsando movimientos populistas en Hungría, India, Turquía y muchos otros países. China ha adoptado un nuevo autoritarismo nacionalista y Rusia ha lanzado una guerra nacionalista destinada a erradicar la nación ucraniana.
Hay al menos tres factores que alimentan el nuevo nacionalismo. En primer lugar, muchos de los países afectados tienen agravios históricos. La India fue explotada por los británicos durante el colonialismo y el imperio chino fue debilitado, humillado y subyugado durante las Guerra del Opio del siglo XIX. El nacionalismo turco moderno está animado por los recuerdos de la ocupación occidental de grandes partes del país después de la Primera Guerra Mundial.
En segundo lugar, la globalización aumentó las tensiones preexistentes. No sólo profundizó las desigualdades en muchos países (a menudo de manera injusta, al enriquecer a quienes tenían conexiones políticas), sino que también erosionó tradiciones y normas sociales de larga data.
En tercer lugar, los dirigentes políticos se han vuelto cada vez más hábiles y menos escrupulosos a la hora de explotar el nacionalismo para favorecer sus propios intereses. Por ejemplo, bajo el régimen autoritario del presidente chino Xi Jinping, se está cultivando el sentimiento nacionalista mediante nuevos programas de enseñanza y campañas de propaganda.
De manera similar, bajo el régimen nacionalista hindú del primer ministro indio Narendra Modi, la mayor democracia del mundo ha sucumbido al liberalismo mayoritario. En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdoğan inicialmente evitó el nacionalismo, e incluso encabezó un proceso de paz con los kurdos a principios de la década de 2010, pero desde entonces ha abrazado el nacionalismo con entusiasmo y ha tomado medidas enérgicas contra los medios independientes, los líderes de la oposición y los disidentes.
El nacionalismo actual es también una reacción que se refuerza a sí misma frente al proyecto de globalización posterior a la Guerra Fría. En 2000, el entonces candidato presidencial George W. Bush describió el libre comercio como “un aliado importante en lo que Ronald Reagan llamó ‘una estrategia avanzada para la libertad’… Si comerciamos libremente con China, el tiempo estará de nuestro lado”. La esperanza era que el comercio y la comunicación globales llevarían a una convergencia cultural e institucional. Y, a medida que el comercio cobrara mayor importancia, la diplomacia occidental se volvería más potente, porque los países en desarrollo temerían perder el acceso a los mercados y las finanzas estadounidenses y europeos.
Pero no ha sido así. La globalización se organizó de manera que generó grandes beneficios para los países en desarrollo, que podían reorientar sus economías hacia las exportaciones industriales y, al mismo tiempo, mantener bajos los salarios (el ingrediente secreto del ascenso de China), y para las economías emergentes ricas en petróleo y gas. Pero esas mismas tendencias han empoderado a líderes nacionalistas carismáticos.
A medida que los países en desarrollo mejor situados han acumulado más recursos, han adquirido una mayor capacidad para hacer propaganda y construir coaliciones. Pero aún más importante ha sido la dimensión ideológica. Como la diplomacia occidental ha llegado a ser vista cada vez más como una forma de intromisión (una percepción que tiene cierta justificación), los esfuerzos por defender los derechos humanos, la libertad de prensa o la democracia en muchos países han resultado ineficaces o contraproducentes.
En el caso de Turquía, se suponía que la perspectiva de adhesión a la Unión Europea mejoraría el historial de derechos humanos del país y reforzaría sus instituciones democráticas. Y así fue durante un tiempo , pero a medida que se multiplicaron las demandas de los representantes de la UE, se convirtieron en pasto del nacionalismo turco. El proceso de adhesión se estancó y la democracia turca se ha ido debilitando desde entonces.
El nacionalismo que alimenta la invasión rusa de Ucrania refleja los mismos tres factores enumerados anteriormente. Muchas élites políticas y de seguridad rusas creen que su país ha sido humillado por Occidente desde la caída del Muro de Berlín. La integración de Rusia a la economía mundial ha aportado pocos beneficios a su población, mientras que ha proporcionado riquezas inimaginables a un grupo de oligarcas políticamente conectados, inescrupulosos y a menudo criminales. Y aunque el presidente ruso, Vladimir Putin, preside un vasto sistema de clientelismo, cultiva y explota hábilmente el sentimiento nacionalista.
El nacionalismo ruso es una mala noticia para Ucrania, porque le ha permitido a Putin hacer que su régimen sea más seguro de lo que hubiera sido de otra manera. Con sanciones o sin ellas, es poco probable que lo derroquen, porque está protegido por compinches que comparten sus intereses y sentimientos nacionalistas. En todo caso, el aislamiento puede fortalecer aún más la posición de Putin. Si la guerra no debilita su régimen, podría continuar indefinidamente, independientemente de cuánto daño cause a la economía rusa.
El libre comercio
Esta era de resurgimiento del nacionalismo ofrece algunas lecciones. Tal vez debamos repensar cómo organizamos los procesos de globalización económica. No hay duda de que el libre comercio puede ser beneficioso tanto para las economías en desarrollo como para las desarrolladas, pero si bien el comercio ha reducido los precios para los consumidores occidentales, también ha multiplicado las desigualdades y enriquecido a los oligarcas en Rusia y a los burócratas del Partido Comunista en China. El principal beneficiario ha sido el capital, más que el trabajo.
Por lo tanto, debemos considerar enfoques alternativos. Sobre todo, los acuerdos comerciales ya no deben ser dictados por corporaciones multinacionales que se benefician del arbitraje de salarios artificialmente bajos y estándares laborales inaceptables en los mercados emergentes. Tampoco podemos permitirnos basar las relaciones comerciales en las ventajas de costo creadas por combustibles fósiles baratos y subsidiados.
Además, Occidente tal vez deba aceptar que no puede influir de manera fiable en las trayectorias políticas de sus socios comerciales. También necesita crear nuevas salvaguardas para garantizar que los regímenes corruptos y autoritarios no influyan en su propia política, Y, lo que es más importante, los líderes occidentales deben reconocer que ganarán más credibilidad en los asuntos internacionales sí reconocen la mala conducta pasada de sus propios países durante la era colonial y la Guerra Fría.
Reconocer la limitada influencia de Occidente en la política de otros países no significa condonar los abusos de los derechos humanos, pero sí significa que los gobiernos occidentales deberían adoptar un nuevo enfoque, limitando la participación oficial y confiando más en la acción de la sociedad civil a través de organizaciones como Amnistía Internacional o Transparencia Internacional. No existe una solución milagrosa para derrotar al autoritarismo nacionalista, pero hay mejores opciones para contrarrestarlo.