Jair Bolsonaro pone en riesgo la democracia en Brasil
Las elecciones suelen ser un ejercicio de futurología: los candidatos proponen futuros posibles para el país. Pero la campaña electoral en Brasil está mirando al pasado. La crisis política y la convulsión social que generó la investigación Lava Jato contra la corrupción y la destitución de la expresidenta Dilma Rousseff podrían haber originado una nueva ola de líderes brasileños en la disputa por la presidencia de este año. Sin embargo, los dos aspirantes punteros son dos viejos conocidos: el exmandatario Luiz Inácio Lula da Silva y el militar retirado y actual diputado Jair Bolsonaro. Ambos proponen un futuro muy parecido al pasado.
Lula, quien desde prisión lidera las encuestas, inspira en los votantes la nostalgia de un tiempo de bonanza económica y paz que ya no volverán, en buena medida porque la configuración de las fuerzas políticas y su reputación ya no son las mismas que antes. Pero la factibilidad de la plataforma de Lula empieza a ser menos relevante si se considera la probabilidad de que la candidatura del expresidente sea impugnada por el Tribunal Superior Electoral. En ese caso, según los estudios más recientes, quien quedaría en primer lugar en las intenciones de voto sería Bolsonaro, un defensor de la dictadura militar brasileña que se prolongó de 1964 a 1985 y quien ha justificado el uso de la tortura.
Los signos de la política han cambiado y nadie en Brasil lo ha entendido mejor que Bolsonaro. El aspirante de extrema derecha ha sabido usar el lenguaje de las redes sociales: en vez de debatir ideas, culpa a quien no está de acuerdo con él. Bolsonaro es como un meme que se hace viral porque difunde opiniones fáciles. Su discurso transita entre la rabia y los perjuicios. Pasó de ser un diputado anodino al líder de las encuestas porque un número significativo de brasileños -cansados de la violencia, el caos de la política pos-Odebrecht y el avance de la agenda progresista de la izquierda- apoya sus posturas conservadoras de ruptura y su mano dura.
Bolsonaro dio con una fórmula atractiva en un país atribulado: ofrecer soluciones simples para problemas complejos.
Entre Lula y Bolsonaro hay un espectro muy diverso de contendientes a la presidencia que van de la izquierda a la derecha, de figuras relativamente nuevas -como Guilherme Boulos, el líder del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo- a políticos experimentados -como el exgobernador de São Paulo Geraldo Alckmin-. Ningún precandidato de la actual contienda es perfecto, pero comparten una característica vital: son respetuosos de la democracia. Todos salvo uno: el militar retirado, que representa nuestro ominoso pasado autoritario, tiene el 19 por ciento de la intención de voto. Parece que los brasileños nos sentimos tentados a retroceder.
En noviembre del año pasado, acompañé a Bolsonaro a una graduación militar. Verlo en acción me recordó a la despedida de Lula de la presidencia. El 1 de enero de 2011, el expresidente rompió el protocolo y bajó la rampa del Palácio do Planalto para lanzarse a los brazos de la multitud que lo aclamaba. Esa ha sido la iconografía de Lula desde que era líder sindical en la década de los setenta hasta el día, en abril de este año, en que se entregó a Policía Federal para iniciar su condena por corrupción: él en el centro rodeado por un mar de manos ansiosas por tocarlo. En la ceremonia, Bolsonaro también rompió con el cordón de seguridad para ser absorbido con fervor por los cadetes y sus familiares. Pero en el caso de Bolsonaro, el impulso de la masa no era tocarlo, sino retratarlo. El capitán del ejército retirado estaba rodeado por decenas de celulares y congeló la sonrisa para las selfis.
Bolsonaro se presenta como el antipolítico, pero ha sido diputado por 27 años. Se presenta también como el único candidato honesto, pero, según investigaciones, ha contratado a familiares con recursos públicos y ha usado dinero de su partida parlamentaria para su campaña. Por una década formó parte del Partido Progresista, el partido con el mayor número de políticos bajo investigación por la operación Lava Jato. Dice ser la mejor opción para estabilizar el mercado, pero su historial es el de un estatista. Es un político de derecha pero en su momento celebró la elección de Hugo Chávez en Venezuela.
Ninguna de estas contradicciones parece molestar a sus seguidores, quienes lo apoyan por las mismas razones que sus opositores lo repudian. Como Donald Trump y otros populistas actuales, se alimenta acosando a sus adversarios.
En 1997, cuando el entonces senador izquierdista Eduardo Suplicy fue atacado por un perro, Bolsonaro propuso condecorar al perro. En 1999, durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, dijo que la dictadura debería haber “fusilado por lo menos a 30.000” personas, “empezando por el presidente”. También Bolsonaro ha dicho que preferiría que un hijo se muriera en un accidente “a tener un hijo homosexual”. Frente a las cámaras de televisión, le espetó a una diputada que no la violaría porque era fea. La lista de ejemplos machistas y racistas es larga. Pero acaso su momento estelar fue cuando en la votación para destituir a Dilma Rousseff -exguerrillera torturada- le dedicó su voto al jefe del centro de tortura de la dictadura.
Una encuesta mostró que sus seguidores -que lo llaman “el mito” o “Bolsomito”- lo toman en serio, pero no al pie de la letra. Lo ven como el representante de la transgresión, no como el político del odio. El militar retirado ha logrado posicionarse al mismo tiempo como un líder conservador que quiere “rescatar los valores familiares” y como una figura refrescante que se opone radicalmente a lo políticamente correcto (el 60 por ciento de sus seguidores son jóvenes).
A pesar de sus declaraciones inquietantes, su ineficiencia en el Congreso, su falta de programa económico, Bolsonaro es popular porque es populista. Ante la sobrepoblación en las cárceles y el aumento de la violencia urbana, propone armar a la población para que mate a los criminales. Y quien no está de acuerdo debe ser un criminal también, insinúa. Su guerra de frases efectistas distorsionan cualquier intento de debatir. Su discurso incendiario ha permeado en sus seguidores, quienes han dicho que si no gana las elecciones se deberá a un fraude electoral. Lo que permite hacer un primer ejercicio de futurología: estas elecciones no van pacificar el país.
Quizás no gane la presidencia, pero que Bolsonaro haya cobrado tal protagonismo en la política brasileña significa un retroceso. En las elecciones es común decir que se votará por el candidato “menos peor”. Pero en esta contienda hay un riesgo adicional: no hay aspirantes perfectos, pero uno de los contendientes ha hecho una campaña con posturas decididamente antidemocráticas. Bolsonaro es un síntoma del descontento social que vive Brasil, no una solución. Si algo necesita Brasil ahora es consolidar su democracia.