Los datos del último informe PISA revelan la capacidad segregadora de los sistemas educativos en los principales países de la región
Cada vez que se publica el informe PISA, todos los países incluidos corren a ver cómo han quedado en los rankings. Es normal: poco a poco PISA se ha convertido en el estándar de evaluación del rendimiento de los estudiantes. A través de exámenes estandarizados realizados a muestras representativas de alumnos de 15 años en tres áreas (matemáticas, lectura, ciencias), podemos aproximar cómo de bien o mal le va a cada país en comparación con los demás. Así, por ejemplo, sabemos que a los representantes de la Latinoamérica continental incluidos en el estudio, les va bastante peor que la media de la OCDE.
Ninguno se acerca siquiera al punto de referencia. Algo que parece ser motivo de preocupación estos días, en tanto que la última versión de PISA se publicó el martes pasado. La preocupación es comprensible, y debe ser atendida: particularmente en casos como el de Panamá o Argentina, donde hay un desajuste significativo entre el nivel alcanzado en PISA y el PIB per capita. Pero esta pasión humana innata por rankearnos no debe ocultar un problema central en los sistemas educativos latinoamericanos. Uno que se refleja en los datos de la OCDE, y que también está ocupando debates, encabezando protestas incluso, en el continente: la desigualdad.
Los países de la región están, sencillamente, a la cola del índice de inclusión social de PISA: Perú, Chile, Colombia, Brasil, Panamá y México ocupan los últimos lugares. Costa Rica, Argentina y Uruguay están solo un poco más arriba. Y todos ellos son marcadamente menos inclusivos no sólo que la media de la OCDE, sino que la media del conjunto de los países evaluados mediante PISA.
Así que a nadie deberá sorprenderle que en todos los países latinoamericanos haya una nítida correlación entre las notas medias obtenidas de cada segmento poblacional y el estatus socioeconómico, medido por el grado de ventaja (o desventaja) con el que parte aquel alumno que viene de un hogar determinado.
El caso de Perú es particularmente dramático, que también se encuentra a la cola del índice de inclusión social. Pero Argentina no se queda muy atrás. En estos países, un estudiante socioeconómicamente aventajado está, cuando cumple quince años, a un pequeño abismo de quienes no nacieron en hogares de alto estatus.
El propio informe PISA estima qué porcentaje de la varianza es atribuible a lo que podríamos definir como ‘factor cuna de oro’. Para todos los países, la cifra es más alta que la media de la OCDE (12%), pero de nuevo destacan Perú y Argentina, además de Panamá.
Si una sociedad aspira a la igualdad de oportunidades, su sistema educativo debería mover ese porcentaje lo más cerca posible del cero, de manera que cualquier persona pueda alcanzar cualquier punto de la evaluación independientemente de las condiciones de partida. Claramente, eso no es lo que sucede. Las estructuras educativas latinoamericanas aquí contempladas, con la posible excepción de Chile, son reproductores de desigualdad. Y llevan años siéndolo.
Ha habido pocos cambios significativos en la distribución de las evaluaciones obtenidas por los alumnados. Y, cuando los ha habido, han sido cambios en bloque: o todos han mejorado por igual, o todos han empeorado por igual. La desigualdad persiste aquí por encima de los esfuerzos del sistema educativo para reducirla.
La escuela es la correa de transmisión básica de todo lo bueno y malo que tiene que ofrecer la educación. Y las escuelas en Latinoamérica son notablemente disímiles entre sí. La barrera divisoria es, de nuevo, socioeconómica. Tomemos un indicador básico y accesible: la disponibilidad de material escolar. Resulta que la proporción de alumnos en escuelas cuyos directores reportaron a PISA faltas de material es notablemente mayor entre aquellos con desventaja socioeconómica.
En este caso, a Perú lo acompaña (y lo supera) Colombia, donde las necesidades adquieren una penetración alarmante. Chile y Costa Rica son los únicos países relativamente parejos. Algo que se refleja cuando pasamos a indicadores más complejos.
Una escuela puede ser un mecanismo de segregación si incluye en su seno a un conjunto de alumnos notablemente distinto de la diversidad representada en la sociedad, o del de otras escuelas. Efectivamente, eso es lo que sucede en la mayoría de las naciones latinoamericanas aquí consideradas. En algunos casos, como (de nuevo) el peruano, el grado de segregación es astronómico.
Es éste el único indicador en el que uno de los países del grupo sale mejor parado que la media de la OCDE: se trata de Chile. Pero todos los demás presentan un panorama que ayuda a entender las diferencias en la evaluación PISA entre alumnos según nivel socioeconómico: el sistema escolar les está separando de partida.
Si la igualdad de oportunidades es ya por sí mismo un objetivo harto complicado, se vuelve prácticamente imposible cuando existen altos grados de segregación en la red educativa. No se trata sólo de materiales, ni de calificación profesoral (aunque también: en Argentina, el porcentaje de maestros con educación post-universitaria es 15 puntos mayor para los alumnos de estrato alto). También es una cuestión de contactos y códigos culturales que se vuelven menos accesibles para aquellos que no nacieron en la parte alta de la distribución de renta. El resultado final lo vimos en los gráficos de evaluación por estrato: no sólo aquella correlaciona con éste, sino que se advierte en todas las gráficas un repunte entre el tercer y el cuarto nivel. Esa es la prima de la clase alta latinoamericana.
Porque estos países ‘aíslan’ a sus estudiantes socioeconómicamente aventajados del resto con una eficiencia casi sin parangón. Si ponemos en común la capacidad de aislar a los (simplifiquemos por un momento) ricos del resto y a hacer lo propio con los pobres del resto, resulta que Latinoamérica es más eficaz en el aislamiento de ambos que la media de la OCDE. Pero resulta también que lo es, sobre todo, cercando a los aventajados de los demás.
Este gráfico es la versión para la educación de las galerías de fotografías aéreas que muestran barrios con tejas de metal y suelo de tierra junto a otros que guardan piscinas y mansiones entre muros. De hecho, es su reflejo y su raíz. No cabe duda de que hay que trabajar en que los países latinoamericanos asciendan en el ranking de PISA. Pero esa escalada no sólo no puede dejar a nadie atrás, sino que debe comprimir las brechas que ahora abre. Si la igualdad de oportunidades no es viable, tampoco lo es ninguno de los modelos que copan ahora los grandes debates ideológicos sobre el presente y futuro de la región. Ni el liberalismo meritocrático ni el igualitarismo tienen sentido sin este punto de partida fundamental. Así que, antes que compararse con el vecino, quien aspire sinceramente a producir cualquiera de los dos resultados (o un punto intermedio entre ambos) deberá mirar atentamente estos datos y preguntarse si acaso se dan las condiciones para alcanzar su ideal