La Iglesia no debe temer a los cambios
Francisco celebró la misa de cierre del sínodo. Allí beatificó a Pablo VI. También, en su mensaje, insistió en los cambios profundos propuestos, pero mostró que el camino elegido es el de unión. Sostuvo que hay un año para reflexionar sobre las propuestas.
Ayer domingo el papa Francisco celebró la misa solemne de clausura del sínodo de los obispos -oportunidad en la que se beatificó el papa Pablo VI (Giovanni Montini, 1897-1978)- y utilizó el púlpito para insistir en que la Iglesia no debe tener miedo a la novedad. “¡El (por Dios) no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos”, dijo apoyándose en un texto bíblico. Dios “nos renueva, es decir, nos hace siempre ‘nuevos’. Un cristiano que vive el Evangelio es ‘la novedad de Dios’ en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta ‘novedad'”, agregó.
“El que tenga oídos que escuche” (Mateo, 13:9), se podría decir utilizando otra referencia bíblica. Lo dicho por el papa Bergoglio en el día de la clausura de un encuentro episcopal que seguramente ocupará un lugar destacado en la historia de la Iglesia y en el que se abrió el debate sobre cuestiones de fondo referidas a la familia y temas conexos es la ratificación del mensaje que Francisco viene instalando desde su arribo al pontificado. “No hay que temer a los cambios”, podría ser el lema y el mensaje dirigido directamente a los grupos más conservadores que se resisten en nombre de una supuesta ortodoxia doctrinal.
Pero está claro que el Papa no quiere cambios a cualquier precio. Pretende que se den pasos contando con la mayor cantidad de opiniones y con el respaldo de importantes mayorías. Quiere escuchar a todos, pero tampoco parece dispuesto a admitir que pocos obstaculicen un rumbo de transformaciones. Está convencido de que la Iglesia necesita atender a los cambios que se producen en la sociedad y que esa actitud es parte esencial de la “misión evangelizadora”. Por eso, refiriéndose a una asamblea sinodal en la que no faltaron las discusiones y donde quedaron en evidencia los diferentes puntos de vista, el Papa sostuvo que “serenamente -con un espíritu de colegialidad y de sinodalidad- hemos vivido verdaderamente una experiencia de ‘sínodo’, un recorrido solidario, un ‘camino juntos'”.
Seguramente en su intimidad Jorge Bergoglio debe estar muy satisfecho por el resultado obtenido en la estrategia planteada para el sínodo. Recuperó para la Iglesia Católica el sentido de la colegialidad, es decir, del discernimiento conjunto de los obispos reunidos en asamblea. Dicho de otro modo: sacó las decisiones del ámbito burocrático y cerrado de la curia y de los burócratas eclesiásticos del Vaticano. Y no lo ha hecho en desmedro de su propia autoridad. Al contrario, la mayoría de los observadores opina que la autoridad papal ha salido fortalecida. También teniendo en cuenta que el sínodo es un órgano consultivo del Papa y es éste quien tiene la potestad de tomar las últimas determinaciones. Quienes lo conocen no dudan de que Bergoglio asumirá, si es necesario, su responsabilidad para volcar las decisiones en el camino que considere más beneficioso para la Iglesia.
Puede decirse también que el Papa está dispuesto a recorrer los caminos de la transformación sin prisa -para no afectar a las personas y cuidar hasta el extremo la unidad de la Iglesia- pero sin pausa, hasta obtener lo que se pretende. Por eso sería erróneo considerar que el hecho de que tres párrafos de los 62 del documento de conclusiones (Relatio synodi) no hayan alcanzado los dos tercios de votos puede ser un obstáculo en el camino. Más lógico es leer que la mayoría de los obispos estuvo también de acuerdo con generar otra actitud de la Iglesia hacia los homosexuales y de abrir las puertas de la comunidad católica tanto a los divorciados vueltos a casar como a las familias constituidas al margen de las normas eclesiásticas.
Francisco sabe que el tiempo juega a su favor. También la opinión pública “invitada” a participar de la discusión eclesiástica a través de la difusión pública de todos los debates. El Papa decidió devolver ahora a las conferencias episcopales de cada país todo el material de los intercambios sinodales y preparar de ese modo la batalla casi final -porque él sigue teniendo la última palabra- que tendrá lugar el año próximo en el sínodo ordinario. “Ahora todavía tenemos un año para madurar con verdadero discernimiento espiritual las ideas propuestas y encontrar soluciones concretas a las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a las familias, un año para trabajar sobre la Relatio synodi, que es el reasunto fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en esta aula y en los círculos menores”, sintetizó al cerrar las deliberaciones.
Y en tono de advertencia para quienes intentan resistir los cambios agregó que “hemos sembrado y seguiremos sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor quien da el crecimiento”. No vamos a perder la calma y tampoco vamos a desistir de nuestro empeño, podría leerse.
Bergoglio siempre ha utilizado la reflexión bíblica para enviar sus mensajes. Lo hizo reiteradamente en Argentina, para alegría circunstancial de muchos e irritación de otros tantos, situación que bien podía revertirse en una futura y cercana intervención del entonces cardenal de Buenos Aires. Es su estilo, que no abandona. Hablando ayer en Roma en la beatificación de Pablo VI y a propósito de la frase bíblica “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, Francisco sostuvo que “Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba”. Y agregó que se trata de “una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre”.
A renglón seguido remató diciendo que “en eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es una coartada: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida -con los pies bien puestos en la tierra- y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos”. El mensaje no necesita exegetas ni traducciones.
El Papa que vino del Sur, tal como él mismo se autodenomina, está convencido de que tiene un papel importante para jugar en el futuro de la Iglesia. Y no rehúye el desafío. Sin caer en la “tentación del endurecimiento hostil”, que se cierra “dentro de lo escrito y no se deja sorprender por el Dios de las sorpresas”, pero tampoco en “una misericordia engañosa, que venda las heridas sin primero curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las raíces”. Un “Bergoglio auténtico” que, probablemente, no deje plenamente satisfecho ni a unos ni a otros, pero que, sin duda, tiene claro el rumbo y la meta a la que quiere arribar. Sin prisa y sin pausa. Con paciencia y perseverancia.