La investigación sobre el virus agrava las fricciones entre EE.UU. y China
El inquilino de la Casa Blanca ha cambiado, pero el clima de confrontación entre Estados Unidos y China dista mucho de suavizarse. Las dos mayores potencias mundiales libran un pulso en el terreno comercial y tecnológico, en la carrera armamentística y hasta en la espacial, evocando así aromas de la Guerra Fría. Desde sus primeros compases, la Administración de Joe Biden ha mantenido un discurso de mano dura ante la escalada autoritaria del régimen de Xi Jinping. Las dudas sobre el origen del coronavirus que brotó en China a finales de 2019 han agravado la tensión. Biden no descarta la hipótesis de que el virus se escapara por accidente de un laboratorio de Wuhan -algo que Xi niega con rotundidad- y ha encargado a la CIA una investigación independiente. Es el enésimo frente que se abre entre los dos colosos.
“La relación está hecha pedazos, y no va a volver a donde estaba como si fuera un péndulo. Su dirección es más bien la de una espiral descendente. Ambas partes recelan la una de la otra. Se miran con sospecha, cada una está convencida de que sus motivos son los buenos y de que la otra se mueve por razones malignas”, describe por videoconferencia Daniel Russel, antiguo responsable para Asia en la Casa Blanca durante la Administración de Obama y ahora en el laboratorio de ideas Asia Society.
La tensión fue creciendo en los últimos años, a medida que China acumulaba influencia económica en el mundo sin cumplir las expectativas creadas sobre su apertura comercial y política, y empeoró a partir de la pandemia. Pekín no autorizó hasta el pasado enero la llegada de una misión de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para investigar el origen del coronavirus. Y, una vez allí, impidió al equipo el acceso a las muestras e información primaria, provocando que tanto la OMS como Estados Unidos y otros países desconfiasen de la información obtenida. El informe resultante señala el salto del animal al humano como la teoría más probable sobre el surgimiento del brote, pero sin descartar la alternativa que rechaza Pekín: que ese salto ocurriese de forma accidental dentro del Instituto de Virología de Wuhan.
El miércoles pasado, Biden afirmó en un comunicado que ambos escenarios son plausibles y anunció una investigación con el fin de obtener un informe concluyente en un plazo de 90 días. La hipótesis del contagio accidental en el laboratorio de Wuhan había sido avalada por el Gobierno del republicano Donald Trump durante todo 2020, cuando la mayor parte de la comunidad científica la desdeñaba, y su sucesor demócrata le ha dado carta de naturaleza tras los informes sobre la enfermedad de tres investigadores de ese centro en noviembre de 2019. Para las autoridades chinas, se trata de una teoría “conspirativa”. “Algunas personas en Estados Unidos ignoran completamente los hechos y la ciencia”, criticó ante la prensa el pasado jueves el portavoz del Ministerio de Exteriores chino, Zhao Lijian.
La nueva era de las relaciones fue verbalizada de forma cruda el pasado miércoles por el principal diplomático para Asia de la Administración de Biden, Kurt Campbell. En una conferencia en la Universidad de Stanford, recogida por la agencia Bloomberg, Campbell señaló que “el paradigma dominante” era ahora la “competencia” entre potencias. “El periodo conocido comúnmente como vinculación y compromiso (engagement) ha terminado”, dijo, y añadió que la política de Xi era la responsable del giro de Washington ante Pekín.
La colaboración sobre asuntos como Corea del Norte o el reto del cambio climático quedan al margen de las fricciones, pero la política de Biden hacia China está más cerca de la de Trump que la que mantuvo Barack Obama. Y ese tono asertivo ante Pekín supone uno de los pocos elementos de consenso político en ambos partidos en Estados Unidos.
En su primer discurso ante el Congreso como presidente, el 28 de abril, Biden planteó su carrera con China como una cuestión de principios políticos de nivel mundial, una batalla entre democracia y autocracia. “Él [en referencia a Xi] y otros autócratas creen que las democracias no pueden competir con las autocracias en el siglo XXI porque lleva demasiado tiempo lograr consensos”, dijo. Y agregó: “Debemos demostrar que la democracia aún funciona”.
También desde Pekín se contempla este pulso como una batalla hegemónica que va más allá de desacuerdos sobre asuntos concretos. China está convencida, en palabras del propio Xi, de que “Oriente está en alza y Occidente, en decadencia”. El asalto al Capitolio el pasado 6 de enero por parte de una turba de manifestantes trumpistas sirvió de artillería al régimen chino. Apenas cinco días más tarde, en un discurso a los mandos del Partido Comunista (PCCh) que se ha publicado en su integridad este mes, Xi subrayaba que, aunque el mundo afronta numerosos problemas, China es “invencible”.
En la primera conversación telefónica entre ambos líderes, Biden expresó a Xi su preocupación por las prácticas comerciales “coercitivas e injustas” de China, la represión sobre Hong Kong y los abusos a los uigures y otras minorías en la provincia de Xinjiang, así como las acciones “crecientemente autoritarias” en la región, incluyendo Taiwán. El demócrata ha mantenido una fuerte presencia militar en el mar del sur de China, donde Pekín reclama la mayor parte de las aguas, mientras que Washington considera ilegales las alegaciones de soberanía chinas. También ha reafirmado su férreo apoyo a Taiwán. La primera reunión bilateral entre Pekín y Washington el pasado marzo en Anchorage (Alaska, EE UU) debía haber servido para reactivar las relaciones bilaterales, pero se convirtió en un cruce de reproches ante las cámaras y dejó claro hasta qué punto llega el descontento.
La guerra arancelaria persiste. Biden ha mantenido todos los gravámenes introducidos por Trump sobre productos chinos (por valor de 360.000 millones de dólares en 2019, el equivalente al 66,4% de todo el comercio, según los cálculos del Instituto Peterson). La primera reunión, por teléfono, entre sus respectivos jefes de delegación, Liu He y Katherine Tai, no parece haber arrojado esta semana resultados concretos.
El gigante asiático ha redoblado la confianza en sí mismo. China ha eliminado -oficialmente- la pobreza este año, cuenta con unas Fuerzas Armadas en rápida modernización que le permiten lucir músculo en territorio en disputa -el mar del Sur de China o la frontera con India en los Himalayas- y presionar a Taiwán. Es un país cada vez más asertivo en el terreno internacional, cuyos embajadores recurren a redes sociales occidentales como Twitter para defender la posición de su país, en ocasiones con lenguaje muy poco diplomático. Acaba de asumir la presidencia del Consejo de Seguridad de la ONU y China está cada vez más presente en las instituciones multilaterales, bien encabezándolas o bien dirigiendo su agenda. “Es una sociedad convencida de que cuenta con una correlación favorable de fuerzas, una sociedad complacida con su propia fuerza como nación y que cree que ha llegado el momento de ocupar el lugar que le corresponde” en el escenario internacional, apunta Russel.
La UE y el G7
También una sociedad, o un Gobierno, que se prepara para un futuro que prevé de mayores fricciones no solo con Washington, sino con otros actores en Occidente: en la Unión Europea, con la que ya intercambia sanciones, crece la reticencia al acuerdo de inversiones Europa-China suscrito en diciembre; Pekín acaba de suspender su mecanismo de diálogo económico y estratégico con Australia; y los ministros de Exteriores del G7 han condenado el trato a las minorías en Xinjiang y el Tíbet.
Para protegerse ante unas condiciones externas más duras, China quiere implantar un cambio de modelo en su economía, descrito en su nuevo plan quinquenal, que fomente el desarrollo de su mercado interno al tiempo que incentiva los intercambios con los países en su iniciativa Nueva Ruta de la Seda. Se ha fijado también el objetivo de convertirse en una nación líder en tecnología e innovación, un paso que considera imprescindible para lograr la soñada independencia estratégica. Y para convertirse en una futura gran potencia, algo que asentará los pilares de la legitimidad del PCCh: la prosperidad de su población y la estabilidad interna.
Y, si Estados Unidos intenta revitalizar sus alianzas, Pekín también cultiva socios. En lo que va de año, el ministro de Exteriores, Wang Yi, ha completado giras por África, Oriente Próximo y el sureste de Asia, una región fundamental para China. Mientras intenta persuadir a Europa de que mantenga su independencia estratégica, estrecha relaciones con Rusia en todos los ámbitos, desde el económico al militar. El consejero de Estado, Yang Qiechi, acaba de visitar el país vecino; Putin y Xi inauguraron juntos en videoconferencia un proyecto de cooperación nuclear.
Pero, por mucho que la antipatía domine la relación entre los dos colosos mundiales, “ni el uno es Atenas ni la otra es Esparta”, apunta Russel. Tanto Biden como Xi son líderes racionales; el de China es un Gobierno pragmático. Y, aunque la desconfianza no va a desaparecer, Pekín tiene claro que hay áreas donde la cooperación beneficia a los dos países, desde la lucha contra el coronavirus a la estabilidad financiera global. Todavía de manera muy incipiente, ambos ya se han tendido la mano y han aceptado colaborar en la lucha contra el cambio climático.
Aunque, a largo plazo, según declaraba a la prensa china el profesor de Relaciones Exteriores en la Universidad Renmin de Pekín, y asesor del Gobierno en Pekín, Shi Yinhong: “El mundo está formando un modelo de tres grupos de poder: una alianza centrada en Estados Unidos, otra más pequeña entre Rusia, China e Irán y una gran zona intermedia”.