La lucha contra la corrupción se ha estancado en América Latina

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La cruzada contra la impunidad que comenzó en Brasil creó la esperanza de una región con más justicia, transparencia e independencia judicial. Esa era ha terminado.

La investigación de corrupción más grande en la historia de Latinoamérica comenzó, de manera bastante humilde, en una gasolinera brasileña, pero conforme abarcaba a toda la región, derrocó a funcionarios de gobierno y titanes corporativos por igual.

Para los que quedaron enredados en el escándalo, fue un momento de rendición de cuentas. Para los ciudadanos ordinarios, fue un momento de esperanza. Parecía que incluso los más poderosos finalmente estaban rindiendo cuentas.

Ahora, cinco años después de que el escándalo estalló públicamente, el impulso de la región en contra de la corrupción ha comenzado a estancarse.

“Durante un breve momento, todos estuvieron al alcance de la justicia”, dijo Thelma Aldana, ex fiscala general de Guatemala que imputó al presidente y al vicepresidente del país en un caso de corrupción en 2015 y se convirtió en una de las figuras emblemáticas de la arremetida.

Esa arremetida ocurrió tras años de altos precios de las materias primas que impulsaron a muchas economías de la región, y sacaron a millones de personas de la pobreza, pero también contribuyeron al gasto gubernamental y, por lo tanto, a las oportunidades de practicar la corrupción. Cuando terminó ese periodo de abundancia, los funcionarios de gobierno quedaron vulnerables y los fiscales libres para ir tras los poderosos.

En Perú, el expresidente Alan García se suicidó de un balazo en vez de enfrentar su arresto. En Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, el expresidente que siguió siendo el personaje político más dominante del país, fue sentenciado a prisión, al igual que Marcelo Odebrecht, el dirigente del conglomerado de construcción más grande de Latinoamérica.

Sin embargo, los esfuerzos para adoptar reformas anticorrupción vacilaron en medio de la presión política. Mientras los personajes desacreditados en los negocios y la política planean su regreso, muchos de los que encabezaron la cruzada en contra de la corrupción enfrentan represalias. Aldana, quien ahora está exiliada, enfrenta amenazas de muerte en su país. El equipo especial que permitió la lucha contra la corrupción en Guatemala se desintegró.

“El péndulo se fue al otro lado y ahora ha vuelto”, dijo Deltan Dallagnol, el fiscal federal que dirigió al principal equipo especial anticorrupción en Brasil. Se formó en 2014 para procesar casos de la operación que llegó a conocerse como Lava Jato, el nombre de una gasolinera en Brasilia, la capital de Brasil.

Todo esto ha desatado la furia generalizada y la desconfianza hacia la élite política. Millones de latinoamericanos han expulsado a gobernantes en el cargo y, a lo largo de los últimos meses, han salido a las calles en manifestaciones masivas.

En algunos casos, la credibilidad de los esfuerzos para combatir la corrupción se vio afectada por las transgresiones cometidas por los propios combatientes. En Brasil, unos mensajes de texto filtrados mostraron que el principal juez de la investigación les daba asesoramiento estratégico a los fiscales federales, algo que los expertos en procedimiento penal consideraron una violación evidente de los lineamientos legales y éticos.

La recaída de Brasil en la lucha contra la corrupción quizá sea la más drástica y trascendental de la región, dado todo lo que han logrado los fiscales en unos cuantos años. El equipo especial Lava Jato ha presentado cargos en contra de 476 personas, llegó a 136 acuerdos de admisión de culpabilidad y recuperó más de 900 millones de dólares en activos robados.

Las compañías brasileñas con proyectos en toda la región exportaron la trama de corrupción que habían perfeccionado en casa. Las empresas usaron operaciones de lavado de dinero -como la que se llevó a cabo en la gasolinera en Brasilia- para lavar efectivo utilizado con el fin de sobornar a políticos de alto nivel y a partidos. A cambio del dinero, se destinaron a las compañías contratos de obras públicas con presupuestos inflados.

Las empresas brasileñas con proyectos en toda la región exportaron el esquema de corrupción que habían perfeccionado en casa. Las empresas usaban operaciones de lavado de dinero -como la que operaba en la gasolinera en Brasilia- para blanquear el efectivo que se le pagaba a políticos de alto nivel y partidos. A cambio del dinero, se dirigían contratos de obra pública inflados en favor de las compañías.

La principal entre estas compañías era Odebrecht, un conglomerado de construcción con sede en Brasil que pagó más de 780 millones de dólares en sobornos en toda Latinoamérica y el Caribe para obtener contratos con un valor de 3340 millones de dólares, de acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos.

El escándalo trastocó la política en Brasil, donde todos los partidos grandes estuvieron implicados en tramas de financiamiento ilegal de campañas y sobornos.

El arresto y posterior encarcelamiento del expresidente Lula Da Silva por aceptar el uso de un apartamento costero a cambio de desviar contratos gubernamentales representó un punto de inflexión para el país.

Para algunos, ver al personaje político más dominante de Brasil en la cárcel fue la culminación del impulso anticorrupción y prueba de que la ley finalmente se estaba aplicando de igual manera para todos. Para otros, fue prueba de que la investigación estaba políticamente contaminada y comenzaba a reincidir en el tráfico de influencias que, se suponía, solucionaría.

El entusiasmo inusual y la velocidad con la que se manejó el caso del líder izquierdista lo volvió políticamente tenso: cuando Da Silva fue encarcelado en abril del año pasado para comenzar una sentencia de doce años por corrupción y lavado de dinero, era el claro favorito en la contienda presidencial. La condena lo sacó de la boleta electoral y abrió el camino para la elección de Jair Bolsonaro, el candidato de extrema derecha.

Las sospechas de que la persecución estaba políticamente motivada solo crecieron después de que Sérgio Moro, el juez que manejó el caso de Da Silva, se unió al gabinete de Bolsonaro como ministro de Justicia. Esa designación -que llegó con una promesa de un lugar en el Supremo Tribunal Federal- indignó a los políticos de la izquierda y mancilló la imagen de Moro, quien se había convertido en un héroe del pueblo en su país y en un jurista célebre en el extranjero.

“Si hay algo que un juez necesita es autonomía del establecimiento político”, dijo Margarita Stolbizer, una exlegisladora en Argentina y una destacada activista anticorrupción que dijo que estaba sorprendida con la decisión de Moro de unirse al gabinete de Bolsonaro. “Sentí que nos había defraudado, dada la imagen que había vendido de sí mismo”.

Moro no aceptó un pedido de entrevista. En referencia a las preguntas que se le enviaron por correo electrónico, algunas de las cuales no respondió, dijo que veía el puesto en el gabinete como una oportunidad para “consolidar los avances que se han hecho en anticorrupción y extenderlas a la lucha contra el crimen organizado y los crímenes violentos”.

El legado de Moro sufrió otro golpe cuando The Intercept Brasil, un medio en línea, empezó a reportar en junio sobre un conjunto de mensajes de texto que habían intercambiado fiscales federales. Los mensajes mostraban que Moro había guiado en la conducción del caso de Lula da Silva.

Los mensajes filtrados fueron una bendición para quienes habían sido blanco de investigaciones por corrupción.

“La divulgación de los chats dejó sangrando a los fiscales de Lava Jato y los tiburones olieron la sangre”, dijo Bruno Brandão, el director ejecutivo de Transparencia Internacional en Brasil. “Lo que vemos ahora son golpes grandes y simultáneos que representan una verdadera amenaza de regresar a la impunidad que las élites han disfrutado históricamente”.

Como candidato, Bolsonaro prometió una lucha contra la corrupción recargada. Su voluntad de cumplir con dicha promesa fue puesta a prueba poco después de su elección en octubre de 2018. Para diciembre, su hijo Flávio Bolsonaro, quien es senador, se había convertido en blanco de una investigación de corrupción iniciada debido a transacciones financieras sospechosas de su antigua oficina en la legislatura estatal de Río de Janeiro.

Meses después, fiscales federales protestaron debido al nombramiento fuera de protocolo del nuevo procurador general de Bolsonaro.

El presidente tradicionalmente había elegido al procurador general de entre una terna seleccionada por la asociación nacional de fiscales federales. Este sistema buscaba prevenir que el presidente eligiera a un alto funcionario de la ley que le fuera favorable, dado que dicha persona supervisa las investigaciones de corrupción que involucran a funcionarios electos, entre ellos el presidente.

En lugar de seguir ese procedimiento, Bolsonaro eligió a su candidato, una decisión que la asociación de fiscales llamó “el retroceso democrático e institucional más grande” para el cargo en 20 años.

Con menos autoridad de la policía, grandes casos de corrupción en Brasil quedaron estancados o se movieron a un ritmo glacial mientras los poderosos demandados apelan sus convicciones y usan tácticas legales para posponer las sentencias en prisión.

Eike Batista, alguna vez uno de los diez hombres más ricos del mundo, fue sentenciado en julio de 2018 a 30 años en prisión por pagar millones en sobornos, pero aún no ha comenzado a cumplir la sentencia.

El expresidente Michel Temer sigue libre a pesar de un torrente de acusaciones penales que ha podido evadir desde 2017. Incluyen una grabación subrepticia de Temer en la que consiente el pago de un soborno para evitar que un exaliado político les detalle crímenes a las autoridades.

La reincidencia en Brasil ha sido observada de cerca por toda la región, donde los políticos en gran medida han dado prioridad a la autopreservación por encima de las medidas que volverían más independientes a los poderes judiciales, más transparentes las campañas de financiamiento y menos propenso a los sobornos el proceso de contratos de obras públicas.

En Guatemala, el presidente Jimmy Morales desintegró un panel de expertos de la ONU que había ayudado a la oficina de la fiscalía general a establecer casos de corrupción complejos y confidenciales. La decisión ocurrió después de que Morales, quien llegó a la presidencia con el eslogan electoral “ni corrupto ni ladrón”, se sometió a una investigación por supuestamente haber recibido contribuciones ilegales de campaña.

El gobierno de Honduras, que había aprobado la creación de una entidad similar ahí en 2016, rechazó renovar su mandato este año.

Dichos modelos gozaron de amplio apoyo público en 2016, cuando el Departamento de Justicia de Estados Unidos anunció que la empresa constructora brasileña Odebrecht, había acordado pagar una penalidad de 3.500 millones de dólares después de confesar que había organizado un departamento para sobornar a políticos en la región para obtener contratos de obra pública.

El fundador de la empresa, Marcelo Odebrecht, llegó a un acuerdo con los fiscales en Brasil y cumplió con una condena de dos años y medio en prisión. La empresa después le hizo una oferta a los países donde había pagado sobornos: a cambio de inmunidad en nuevos casos, dijo, divulgaría cuánto dinero había pagado y qué contratos se habían conseguido de manera fraudulenta.

Algunos países -entre ellos Ecuador, Perú y la República Dominicana- aceptaron la oferta de Odebrecht y, como resultado, vieron el arresto de expresidentes. Pero en Colombia y Argentina, la falta de voluntad política ha impedido que avancen las investigaciones en torno a la corrupción de Odebrecht.

La vicepresidenta de Colombia, Marta Lucía Ramírez, dijo que la imposibilidad de resolver el caso Odebrecht era profundamente preocupante en un país que recientemente ha sido sacudido por protestas multitudinarias.

“Tiene consecuencias muy serias, y socava seriamente la confianza de las personas en las instituciones, los partidos políticos, el congreso y el sistema de justicia”, dijo. “Eso pone en peligro el futuro de la democracia”.

En Brasil, varias de las figuras que estuvieron entre los primeros apresados por su participación en el escándalo Lava Jato ahora están en libertad y reconstruyen su vida.

Entre ellos se encuentra Nelma Kodama, una comerciante de divisas en el mercado negro sentenciada a 18 años de prisión. Su condena fue reducida por el expresidente Temer, quien pasó una gran parte de su mandato defendiéndose de cargos de corrupción.

Kodama, quien saltó a la infamia cuando publicó una foto de su grillete electrónico junto a sus zapatos marca Chanel, dijo en entrevista que, al final del día, Lava Jato había fracasado al cambiar la cultura de corrupción.

Aunque dio castigos ejemplares a varias personas de alto perfil, dijo, la campaña hizo más daños que beneficio al profundizar la recesión que empezó en 2014 y paralizó a algunas de las empresas más grandes de Brasil.

“La operación fue un fracaso”, dijo Kodama, quien acaba de publicar un libro de memorias donde detalla cómo durante años ayudó a lavar dinero y las humillaciones que soportó en la cárcel. “No acabó con la corrupción y dejó al país con un nivel desquiciado de desempleo”.