El 1 de julio los mexicanos acudiremos a las urnas a elegir presidente para los siguientes seis años. Todo indica que vencerá Andrés Manuel López Obrador un viejo opositor de izquierda, un hombre que despierta pasiones encontradas. Ha jurado que cambiará el régimen y erradicará la corrupción y la inseguridad pública. Sus adversarios creen que es un peligro para las instituciones y la estabilidad económica y política. La mitad de la población está fascinada con la posibilidad de un cambio, la otra mitad se encuentra simple y sencillamente espantada.
¿Rayo de esperanza o un peligro para México? Algunos esperan el arribo de López Obrador como el momento de cobrar facturas contra los corruptos y los ricos; otros simplemente como la esperanza de un cambio ante un estado de cosas insoportable. Pero la polarización es extrema; entre los sectores conservadores se teme que México se deslice en un tobogán de inestabilidad, de fuga de capitales y de atonía económica por medidas proteccionistas, intervención gubernamental y planteamientos anacrónicos y trasnochados.
¿Cuál de estas versiones prevalecerá? Francamente creo que ninguna de las dos. Primero, porque López Obrador dista de ser el hombre radical que sus adversarios intentan dibujar. Su experiencia como jefe de Gobierno de la Ciudad de México (2000-2006) lo pinta más bien como un político progresista, favorable a las políticas asistenciales pero muy dispuesto a negociar con el sector privado la obra pública que considera necesaria. Los proyectos de remodelación del centro histórico de la Capital y los segundos pisos para automóviles fueron ejemplos puntuales de un espíritu práctico y emprendedor. Segundo porque su corpus ideológico personal es también de naturaleza práctica; abreva más en temas de ética social que en alguna ideología socialista, ya no digamos comunista. Más allá de una preocupación genuina por la pobreza y la desigualdad, sus referentes ideológicos se alimentan de la noción de un pasado histórico idealizado, cuando el Estado mexicano presumiblemente estableció un verdadero pacto con los sectores populares en algunos momentos del siglo XIX y XX.
Pero dentro de esta vaga concepción todo cabe y sus alianzas dan cuenta de su laxitud ideológica, una verdadera arca de Noé. Dos ex presidentes del PAN, empresarios, líderes de nuevos movimientos cristianos de derecha (PES), cabezas del sindicalismo corporativo priista (mineros y maestros) y una multitud de ex priistas de toda índole. Todo ello aunado a un grupo variopinto de activistas sociales y luchadores civiles procedentes de la izquierda.
Pero no proceden de la izquierda la mayor parte de los protagonistas en posiciones decisivas actuales o futuras del candidato. Ni Tatiana Clouthier, su coordinadora de campaña y ex panista distinguida, ni Yeidckol Polevnsky cabeza de Morena, ex líder empresarial, y tampoco Olga Sánchez Cordero ex ministro de la Corte y futura secretaria de Gobernación, por menciona algunos. No son precisamente los antecedentes para imaginar una administración come curas, “rojilla” y expropiadora del patrimonio de los ricos, como algunos han temido.
López Obrador intentará detener los excesos de la corrupción y la expoliación del patrimonio en la que se ha cebado la clase política y reorientar recursos públicos para apoyar a los grupos sociales más desfavorecidos. Tareas urgentes ambas. Logrará algunos avances, probablemente, pero tampoco esperemos demasiado. Las inercias estructurales y el escaso margen de operación del ejecutivo, acotarán el impacto de sus intenciones.
¿Y qué pasará con la otra mitad de los votantes, los que alucinan a El Peje? ¿o con los empresarios que alertan del riesgo de una emigración masiva de capitales y el desfonde de la economía? Nada. Más allá de aumentar los recursos que ya tienen en Nueva York o Miami, los negocios de los capitanes mexicanos del dinero están aquí y seguirán estando en condiciones de rentabilidad que no obtienen en Estados Unidos. Simplemente negociarán. Ya lo están haciendo. Las actitudes de Televisa y de TV Azteca, cabezas mediáticas de la red de intereses del sistema, son ilustrativas. La élite otorgará al nuevo presidente algunas victorias rápidas y apoyará algunos de sus proyectos; cederá espacios para conservar lo sustantivo. Y punto. Habrá quizá reyertas verbales con algún empresario satanizado, pero muy probablemente más de forma que de fondo.
El 2 de julio no se desplomará el peso ni el 1 de diciembre emprenderemos el camino con destino a Venezuela. Por desgracia tampoco se abrirán las avenidas para acceder a una sociedad más justa y una administración más honesta. Me temo que la culminación de estas estridentes campañas electorales será el anticlímax. Con todo, 2019 puede ser un buen año. Los pueblos suelen conceder una luna de miel al triunfador. Una rendija por la cual colar una esperanza. Esperemos que López Obrador la aproveche; que la aprovechemos todos.