El litio, las reservas de agua dulce y el petróleo pueden resultar tentadores para llegar a nuevos acuerdos comerciales, pero la región necesita de compromisos ambientales y climáticos.
A finales del año pasado, la Fundación Carolina publicó un informe en el que repasaba los diferentes desafíos que tiene por delante América Latina, desde la incertidumbre económica hasta la reconfiguración política tras años cargados de protestas. Los autores advertían que la atención de estas urgencias ha mantenido a los países de la región algo ajenos al reordenamiento geopolítico: “América Latina es un actor ausente, sin agenda ni proyección global”. ¿Hay chances de cambiar esta realidad?
Históricamente, desde la Doctrina Monroe (1823), normalmente sintetizada en la máxima “América para los americanos”, se habla de Latinoamérica como el “patio trasero de Estados Unidos”, en clara alusión metafórica a la influencia norteamericana en la región. Sin embargo, en los últimos años, la presencia —comercial y política— de otras potencias, en especial de China, ha puesto en duda la vigencia de este concepto. Un ilustrativo gráfico de Statista muestra que, en los últimos veinte años, China logró reemplazar a Estados Unidos como principal proveedor de bienes de Sudamérica (se excluye aquí Centroamérica y México, donde Estados Unidos todavía conserva su hegemonía). Desde inicios de siglo, el intercambio con la potencia asiática ha ganado mucho volumen, tanto que, en 2021, el valor total del comercio entre China y América Latina y el Caribe alcanzó los 450.000 millones de dólares, lo que supuso un aumento del 41,1% respecto al año anterior. Ya no se puede pensar en la región como “patio trasero”, sino más bien como uno de los muchos escenarios en donde compiten Estados Unidos y China en el marco de lo que Andrea Rizzi describió recientemente como “nueva guerra fría”.
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América Latina, más precisamente en el triángulo que forman Argentina, Chile y Bolivia, concentra alrededor del 60% de las reservas de litio, un recurso clave para el futuro de la energía global. Todos los estudios auguran un boom de demanda para los próximos años. ¿Puede esta ventaja competitiva volver a situar a la región en el centro del debate internacional? ¿Hay motivos para pensar en una estrategia más o menos coordinada?
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La pandemia puso en evidencia la incapacidad regional para generar respuestas comunes. Esto, tal como se comentaba en el reporte Geopolítica de la salud (CIDOB, ideograma e ISGlobal), hizo que, en reglas generales, cada país negociara sus vacunas de forma bilateral. Los esfuerzos integracionistas, que en su día dieron forma a organizaciones regionales, han sido víctimas de la creciente polarización, de un brote proteccionista y de, como decía Sanahuja, de las demandas urgentes de la política doméstica. Tras la suspensión de Unasur y el proyecto fallido de Prosur, el Mercosur, que está pronto a cumplir los 32 años, también está siendo cuestionado por algunos de sus miembros.
Los últimos resultados electorales en la región sugieren un posible resurgimiento del regionalismo, pero no sin desafíos. El más importante, sin dudas, es la institucionalización de una agenda transversal y largoplacista que, al menos, aborde las principales preocupaciones y oportunidades que tiene la región. El lugar estratégico de América Latina por el antes mencionado litio, pero también por las reservas de agua dulce y petróleo, puede resultar tentador para llegar a nuevos acuerdos comerciales, pero la región necesita de agendas comunes que incluyan compromisos ambientales y climáticos, por ejemplo.
Estamos a las puertas de un cambio de tablero en la geopolítica latinoamericana, y en las elecciones sucesivas, es, en buena parte, este futuro de desarrollo posible el que se pone en juego. Demandar definiciones a los candidatos y construir consensos que logren políticas de Estado duraderas es el gran objetivo, por sus democracias y por el bienestar en la región más desigual del mundo.