Trump abre la puerta a las deportaciones masivas de indocumentados

0
314

 

Donald Trump ha abierto la puerta a las deportaciones masivas. Las nuevas directrices del departamento de Seguridad Nacional, publicadas este martes, entierran el legado de Barack Obama y amplían el espectro de la persecución a casi todos los sin papeles. No se trata solo de que los funcionarios incrementen sus competencias o de la contratación de 15.000 nuevos agentes. El núcleo de la ofensiva migratoria radica en la posibilidad de aplicar las expulsiones inmediatas a prácticamente todos aquellos indocumentados que lleven menos de tres años en el país. El giro es radical.

El país que se hizo grande con la emigración le da la espalda ahora a más de 11 millones de indocumentados, la mitad mexicanos. Su Administración lo niega. “No queremos crear pánico ni proceder a deportaciones masivas, sino sólo hacer cumplir la ley”, señalan sus portavoces. Pero pocos les creen. Hasta la fecha los agentes tenían como objetivo prioritario la captura de todos aquellos que hubiesen cometido un delito grave. Con las nuevas directrices, este listón queda pulverizado y se “limitan extremadamente” las excepciones. “Todos aquellos que violen las leyes de inmigración pueden ser sujetos de los nuevos procedimientos, incluyendo la expulsión de Estados Unidos”, establece la directriz.

Bajo esta premisa, el sistema se vuelve coercitivo en todas sus fases. Los indocumentados estarán permanentemente en el punto de mira, será más fácil su captura e incluso se les restringirá la puesta en libertad provisional tras su detención. “Esta medida será usada excepcionalmente y solo en los casos donde, después de un atento estudio de las circunstancias, se considere necesaria por razones humanitarias o por un significativo beneficio público”, reza la orden.

Lejos de agotar las posibilidades del sistema legal, el objetivo del nuevo plan es devolver a los sin papeles lo antes posible a sus países de origen. Para ello, se rompen los candados que frenaban el proceso de expulsión inmediata. Esta modalidad se aplicaba hasta la fecha a los inmigrantes que hubiesen pasado menos de dos semanas en el país y estuviesen a no más de 160 kilómetros de la divisoria. Con la nueva directriz, se anulan los límites geográficos y se extiende la posibilidad de su aplicación a todos aquellos que lleven hasta dos años en territorio estadounidense. La excepción serán los menores, los peticionarios de asilo y quienes pueden demostrar la legalidad de su estatus migratorio.

Del alcance de la orden tampoco se salvan los padres con hijos. Por el contrario, para cortar el flujo de menores procedentes de Centroamérica, superior a los tres millones desde los años ochenta, se endurece el castigo a sus progenitores y se permite su procesamiento penal si han hecho uso, como es práctica habitual, de redes de tráfico humano.

El escenario se completa con una ampliación radical de los poderes de los agentes de inmigración. Para lograr la máxima operatividad, el secretario de Seguridad Nacional, el ex general de marines, John F. Kelly, otorga a sus efectivos “autoridad completa para arrestar al extranjero de quien se considere probable que haya violado las normas de inmigración”. Aunque el texto fija ciertas prioridades para las detenciones, el filtro es tan tenue que llega a reconocer como objetivo a todo aquel que los agentes entiendan que es un “riesgo para la seguridad pública”. Es decir, cualquier sospechoso.

En este plan, México figura como gran diana. En cumplimiento de sus más oscuros deseos, Trump pone en marcha con carácter inmediato la búsqueda de fondos para “diseñar, construir y mantener el muro”. Asimismo, abre el proceso para “identificar y cuantificar todas las fuentes directas o indirectas de ayudas federales y de asistencia al Gobierno mexicano”. Aunque no se especifique, este apartado tiene como fin conocer la cantidad que el vecino del sur recibe de Washington y utilizarla para forzar el pago del muro por parte de México, uno de los axiomas del presidente de Estados Unidos.

Con este despliegue, Trump logra materializar la que quizá sea su mayor promesa de campaña: la persecución de la inmigración ilegal, el eslabón más débil de la sociedad estadounidense. Su demonio preferido. La fuente, a su juicio, de casi todo crimen. “Nos está matando. Un país que no puede proteger su frontera no es un país. Es una locura”, ha llegado a escribir el presidente.

Este discurso xenófobo ha prendido en sus bases. Y no es que Obama fuera un presidente débil. Durante sus ocho años de mandato expulsó a 2,8 millones de personas, más que ninguno antes. Pero en su eterna realpolitik también creó programas destinados a favorecer su absorción, incluyendo a los jóvenes sin papeles que llegaron de niños a EE UU, los famosos dreamers (excluidos por ahora de las directrices).

Todo ello empalidece ante alguien como Trump. Autor del lema “los buenos muros hacen buenos amigos”, el republicano es consciente de que su gran caladero electoral, mayoritariamente blanco, obrero y masculino, ve a los inmigrantes como competidores. Cobran menos y trabajan más. De ahí sus continuos ataques a México. Y de ahí también las nuevas directrices. Un golpe de efecto que, tras un caótico primer mes de gobierno, le asegura el aplauso de sus fieles. Otros han empezado a temblar.