El Estado es el llamado a garantizar que el derecho de una persona termine donde comience el derecho de la otra. Son entonces sociedades estructuradas bajo principios filosóficos, económicos y sociales las que abrazan ideales donde la libertad de las personas y el respeto de sus derechos constitucionales constituyen la pirámide fundamental de su ordenamiento. No otra cosa significa que sea el propio Estado el llamado a servir de ejemplo en un sistema de protección de libertades individuales contrarios a sistemas absolutistas donde impera la voluntad y decisión del caudillo de turno y donde el imperio de la ley está sometido al capricho del hombre. En ese orden, fue célebre la frase acuñada por Luis XIV y que hoy nos sirve para ejemplificar el ejercicio del poder absoluto en el manejo del Estado y en las decisiones que se adoptan en torno a él. “El Estado soy yo”, había dicho el monarca francés, lo que en términos fácticos e incluso en la perspectiva de lo que acontece en la última década, es nada más que la presencia de regímenes donde no existen límites a la voluntad del entorno palaciego, ni tampoco escrúpulos a tiempo de procurar “legitimar” decisiones políticas contrarias al derecho y a prerrogativas de orden constitucional.
El Estado lo es todo y sobre él, ya no caben disquisiciones que pongan en duda las decisiones de quienes lo controlan. Lo que Luis XIV no sabía es que todo lo que nace mal, termina mal. Y es en esa dirección donde aparentemente el caso terrorismo va dirigiéndose como consecuencia de un verdadero Tsunami provocado por el exfiscal Marcelo Soza. Ya no se trata únicamente de creer o no creer si hubo algún apresto separatista tal como Soza intentó probar. Se trata, también, de establecer si el asesinato en masa producido en un hotel en Santa Cruz de la Sierra fue parte de un plan previamente orquestado y si el mismo estaba dirigido a incriminar personas, instituciones y a sacrificar, en vida, familias y seres humanos tal como ha acontecido, y si además, dicho plan fue urdido deliberadamente con la presencia de asesores foráneos y de gente vinculada al poder político.
Bajo ese enfoque, he sostenido en más de una oportunidad que lo prudente siempre fue detener a los supuestos terroristas cuando el operativo se llevó a cabo a fin de contar con sus declaraciones y con el elemento probatorio pleno si acaso los asesinados estaban ahí para desestabilizar al Gobierno de Evo Morales. Es más, a la luz de un proceso judicial, un fiscal serio y probo, hubiese celebrado contar con los supuestos terroristas ¡vivos! Al no ser así, lo que vino después fue una arremetida publicitaria y judicial que posicionó colectivamente la idea de que los cruceños querían tumbar a Evo y que ha encontrado, en su acusador principal -Soza–, a la mejor prueba para posiblemente probar lo contrario.
Entonces, más allá del esfuerzo por desacreditar las últimas declaraciones en torno al caso con el propósito de generar otros escenarios para restar importancia mediática a hechos y revelaciones nuevas, estoy convencido que un día se conocerá la verdad. Con Evo en el poder o fuera de él, llegará el momento en que se establezca si las pruebas aparentemente fabricadas por Soza carecen de validez legal o no; si hubo efectivamente un grupo armado que tenía el propósito de desestabilizar el orden constitucional; o si todo fue parte de una tramoya.
Será entonces –verdad material e histórica por delante— que los ingredientes que hacen la justa medida de la justicia, posibiliten el esclarecimiento de un hecho que reclama transparencia y legalidad. Atrás quedarán las valoraciones respecto al comportamiento de los actores de turno y prevalecerá – así lo esperamos – el peso de la ley con toda su rigurosidad, claro está, si Soza antes no desaparece.