A voz baja

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Existe en la vida de uno que vive lejos de su patria ese momento especial cuando desea retornar a su país de origen como si se tratara del primer amor. La comida pierde sabor, las personas parecen de plástico y la vida comienza a perder sentido. La nostalgia tiene el precio de un pasaje de ida y vuelta. Al oír la voz del capitán de vuelo que informa la llegada al aeropuerto de Belgrado comienzo a reconocer las nubes, los olores y los sonidos. “¡Que país!” digo en voz alta y me dirijo a mi vecino, un japonés, que por lo visto viene por primera vez a Serbia. “Sabe, -le comento-, nosotros podríamos alimentar a su país con nuestras tierras fértiles”. Por suerte, mi compañero japonés no me entiende. Sonríe amablemente y llegamos.

Acá también uno puede fumar. Llegando al aeropuerto todos fuman. Una maravilla. Si uno se atrevería a fumar en el aeropuerto de Frankfurt o de Londres posiblemente se ganaría una tremenda multa. Acá fuma hasta el bombero de turno.

Mientras viajo a mi casa en el auto viejo de mi amigo (lo único que a su Fiat lo mantiene de una pieza es su pintura) estoy disfrutando el paisaje que me rodea. La casa donde crecí parece cada vez más chica y más vieja. Mi cuarto y mi cama chicos también y cada vez más incómodos parecen. Mis libros están en el mismo lugar.

Entrego regalos y el primer día tomo unos mil cafés con los vecinos que me vienen a saludar. Y todos se quejan. Unos de sus jubilaciones que apenas alcanzan y otros hablan de sus enfermedades. Los taxistas hablan mal del Gobierno y los cafés están llenos de gente. El Danubio brilla con un color especial. Parece que todo está como debe estar, justo para mi llegada.

El vecino otrora un joven atractivo por quien muchas querían cortarse las venas hace unos treinta años, ahora es un viejo, calvo y malhumorado. Muchas cosas parecen cambiadas y diferentes, solo la sopa que prepara mi madre mantiene su sabor. Pregunto por este y aquel y resulta que muchos ya no están entre los vivos. Otros se fueron y nadie sabe dónde están. Al lado de un contenedor de basura, buscando entre los restos de trastes viejos, reconozco a mi profesor de matemática de hace décadas. Esta viejo y visiblemente desmejorado. Me mira y no me reconoce. Pongo en su mano un billete muy emocionada. Se va avergonzado.

Cambiando canales en televisión observo jóvenes políticos bien vestidos. Por las calles pasan autos de lujo y mi madre comenta: “¿Dónde toda esta gente corre a tanta prisa?”. Parece que quieren ganarle la carrera a la vida. A media noche me despierta el sonido de la lavadora. No consigo dormir después. Me quejo en la hora del desayuno: “Mamá, -digo- donde se ha visto lavar ropa a estas horas cuando todo el mundo duerme”. “Todo el mundo, -dice mi mamá-, lava ropa a esta hora, la luz es más barata después de medianoche”, me contesta toda sorprendida. Todo el mundo digo y la abrazo fuerte, fuerte.

En los semáforos los niños gitanos esperan para lavar parabrisas por unos centavos. “En La Paz -le explico a mi madre-, los jóvenes hippies hacen circo en los semáforos para ganar centavos”. “Mejor-, contesta ella- allá hasta para trabajar ustedes parecen que están en fiesta. Nuestro destino en los Balcanes siempre fue relacionado a mucho esfuerzo y sacrificio”. Me quedo sin comentario ante semejante observación.

A donde voy me ofrecen comida. “Parece que me ven como si estaría muerta de hambre”-, comento y me rio. “En una semana aumente dos kilos”- le digo a mi madre y al instante me arrepiento pues conozco su respuesta. “Recuerdas aquel poema que dice: ´el sol ajeno nunca te calentara como este y la comida extranjera nunca te saciara como el pan de tu tierra…”- recita. “¡Ah mamá tu siempre tienes respuesta!”-, comento en voz baja, yo sinvergüenza sabiendo que no oye bien y levanto las bolsas de mercado para aliviar su peso.

 

 

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