Antes de que anochezca
Carlos Fernando Chamorro lo sabía. O, por lo menos, lo sospechaba: “Con Daniel uno siempre se equivoca. El error más común es subestimarlo, porque al final siempre consigue sacar algo de cada situación. No sabemos qué pasará esta vez, lo tiene difícil, pero hay que estar atentos, muy atentos”.
Me dijo hace unos meses, mientras él y su equipo me ayudaban a reportear para estas páginas sobre la insurrección nicaragüense. Chamorro es, probablemente, el periodista más respetado de su país: varias veces, en lugares variados, manifestantes me dijeron que debía ser él quien encabezara un nuevo gobierno democrático; él, por supuesto, decía que ni lo imaginaba. Chamorro tiene otras ideas: es periodista y hace periodismo y eso, cuando se hace en serio, jode. El viernes por la madrugada una banda policial enviada por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo invadió su redacción, se robó lo que pudo, rompió lo que no, trató de meter miedo.
Chamorro no se deja; al otro día se presentó en la central de policía para pedir explicaciones. Lo que le dieron fue otra carga de infantería, más violencia. Chamorro sigue hablando; fuera de Nicaragua pocos hablan. En 2018, el gobierno de Daniel Ortega ha matado a más de 500 personas en las calles. Va de nuevo: el gobierno nicaragüense, su policía, sus esbirros, ya mataron a más de 500 personas y el mundo mira, en general, para otros lados. Contra ese silencio se levantaron Carlos Fernando Chamorro y toda la redacción de Confidencial -medio digital-, Niú y dos programas de tevé por YouTube, Esta Noche y Esta Semana, por eso, ahora, su gobierno intenta silenciarlos.
Este mismo fin de semana, en Venezuela, uno de los diarios más antiguos, El Nacional, anunció que, tras 75 años, dejaba de imprimirse: el gobierno de Nicolás Maduro tiene el monopolio de la importación de papel periódico y lo retacea a los medios que no le rinden pleitesía. Así fue como -informó Prodavinci- desde 2013 se perdieron 66 de los 90 medios impresos que circulaban en el país. Va de nuevo: en 2013 había 90 periódicos impresos en Venezuela, ahora queda solo un tercio, 27.
Los métodos son distintos, los resultados intentan ser los mismos: callar al que disiente. La derecha -que a veces se llama, también, centroderecha- gana espacio en América Latina. Algunos se sorprenden: no toman en cuenta la ayuda que le prestan esos gobiernos que, durante años, muchos se empeñaron en considerar de “izquierda”: grupos militares o paramilitares profundamente autoritarios que coinciden en silenciar los medios que intentan contar más allá de las versiones oficiales.
Es duro. Y lo peor es que las reacciones son escasas. Han protestado algunas organizaciones -la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo, en cuyo Consejo Rector Chamorro y yo participamos, y la comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, entre otros pocos- pero en los grandes flujos de opinión el tema no aparece. No aparece siquiera en los medios que podrían preocuparse: Clarín, por ejemplo, mandó en estos días a una periodista a Managua porque un escándalo de violación que sacude a la prensa argentina sucedió allí nueve años atrás; en varios artículos, solo una vez hace breve alusión al ataque a la redacción de Confidencial, de pasada y equivocando el nombre.
Ese silencio es lo más peligroso. Los gobiernos siempre han tratado de callar las otras voces: prueban, tantean y si no encuentran obstáculos avanzan. Los gobiernos más abiertamente autoritarios lo hacen con medidas directas, como negar el papel o saquear una redacción; los más tímidos, con ataques personales como los últimos de Trump contra el periodista Jim Acosta o de Álvaro Uribe contra la documentalista Margarita Martínez. Son matices que tienen su peso. Pero, en cualquier caso, los ejemplos cunden: si un gobierno ve que otro consigue silenciar sin mayor costo a los molestos, es probable que decida probar suerte.
Hay que intentar pararlos: ocuparse, por todos los medios posibles, de pararlos. Es necesario defendernos, juntarnos, solidarizarnos: no perder las pocas vías de expresión que van quedando, no resignar la posibilidad de saber realmente lo que pasa. Para que el -buen- periodismo pueda hacer su contribución a la vida pública, el público tiene que hacer su contribución al -buen- periodismo: defenderlo como cada quien pueda, sostenerlo. Es fácil mirar para otro lado; es trágico dejar de hacerlo cuando ya se ha hecho demasiado tarde.