Colombia, los militares y la sistematización de la violencia sexual contra las mujeres

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Foto: Carlos Ortega/EPA-EFE/Shutterstock

El 22 de junio, una niña de 13 años de la etnia embera chamí, fue víctima de violencia sexual por parte de siete soldados del Ejército colombiano, en el departamento de Risaralda, Colombia. La denuncia conmocionó al país, y luego de 72 horas de investigación por parte de la Fiscalía, los militares aceptaron los cargos por el delito de “acceso carnal abusivo con menor de 14 años”. Grupos de mujeres han protestado por el uso de este tipo penal, pues implica cierto nivel de consentimiento, algo imposible para una niña en esas circunstancias, y piden que se tipifique como “acceso carnal violento agravado”.

En agosto de 2019, una adolescente de 15 años de la etnia nukak makú fue víctima de violencia sexual por parte de dos soldados que la secuestraron por cinco días, en el departamento de Guaviare. Su caso fue denunciado ante la justicia y a la fecha continúa archivado. El 1 de julio de este año, las mujeres de la comunidad arhuaca, en la Sierra Nevada de Santa Marta, también denunciaron en el diario El Espectador haber sido víctimas de violencia sexual por parte de todos los actores armados. “Cuando se acercan a una comisaría de familia o quieren iniciar un proceso, no es posible porque el funcionario que atiende no maneja su idioma”, le dijo la abogada Dunen Muelas al diario.

Quienes defienden al Ejército dicen que se trata de unas cuantas manzanas podridas, pero el verdadero problema es que es una práctica sistemática y estructural. Según un estudio de la Corporación Sisma Mujer, entre enero y mayo de este año el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses realizó cinco exámenes por “por presuntos hechos de violencia sexual contra mujeres, cometidos por miembros de las fuerzas militares, en dos casos las víctimas eran menores de edad”. En octubre de 2012, miembros del Ejército abusaron sexualmente de al menos 11 niñas en Nariño. Una tenía ocho años.

“Los grupos de mujeres que recopilan y analizan datos sobre violencia sexual relacionada con el conflicto, coinciden en que se trata de un crimen perpetrado por todos los actores armados y que es una práctica habitual, extensa, sistemática e invisible”, explica el estudio. De acuerdo con la primera Encuesta de Prevalencia sobre Violencia Sexual en el Contexto del Conflicto Armado, en el período 2001-2009 al menos 489,687 mujeres y niñas fueron víctimas directas de violencia sexual. Esto significa seis mujeres cada hora. La encuesta mostró que las fuerzas militares fueron reportadas en 79.9% de las agresiones.

Por esto, es necesario tener una conversación sobre cómo los ejércitos no protegen la vida de las mujeres, y peor, las agreden activamente. “No es una práctica explícitamente avalada por las instituciones. Sin embargo, en los grupos armados prima una concepción patriarcal, que valora lo masculino y desprecia lo femenino. En esa concepción las mujeres quedan reducidas a un recurso más del territorio, un activo que se utiliza y se desecha al antojo de los hombres” dice la académica Rocío Rubio en el medio digital Razón Pública. La feminista Rita Segato señala en el libro La guerra contra las mujeres: “La victimización de la mujer, entonces, es parte de un entrenamiento militar para la guerra. Vemos ahí la funcionalidad de la victimización sexual, de la crueldad contra el cuerpo de la mujer en el campo de la guerra, un campo donde el pacto entre hombres tiene que ser muy estrecho y en donde la disolución de patrones comunitarios de existencia es vital”.

Para las mujeres racializadas la violencia es mucho peor porque se combina con actitudes históricas coloniales, racistas y esclavistas. En nuestros territorios, los ejércitos violan a mujeres y niñas indígenas desde la conquista. “Las mujeres y niñas indígenas han vivido a lo largo de sus vidas múltiples vulneraciones articuladas a la histórica desatención estatal en sus territorios, que se evidencian en la ausencia de derechos básicos como la salud, la educación y el trabajo en condiciones de dignidad. La militarización de sus vidas ha estado asociada a un incremento de los riesgos que enfrentan”, explica Sisma. Por eso estos casos se conectan con otros como el de Sepur Zarco en Guatemala: es una práctica común de los ejércitos de América Latina.

El Acuerdo de Paz firmado entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC en 2016 es el primer acuerdo del mundo en lograr una trasversalización de enfoque de género, y reconoce que las desigualdades de género están en las raíces del conflicto. “Fue el primer acuerdo que nombró la violencia sexual como crimen de guerra, y establece medidas diferenciadas para su investigación y reparación. Todo esto fue un logro sin precedentes de los movimientos de mujeres”, explica la feminista Claudia Mejía en entrevista telefónica. La violencia sexual ha sido usada históricamente como una herramienta para la guerra porque, en palabras de ONU Mujeres, “desafía las nociones convencionales de lo que constituye una amenaza para la seguridad, es más barata que las balas, no requiere ningún sistema de armas que no sea la intimidación física, por lo que es de bajo costo pero de alto impacto”.

El Ejército colombiano, apoyado últimamente por tropas de Estados Unidos, además de dar una -inútil- “guerra contra las drogas”, violenta de forma sistemática a la población civil. Hay muchas poblaciones indígenas y rurales cuya presencia del Estado en sus territorios se reduce al Ejército. Por eso es necesario iniciar un proceso de justicia transicional con las fuerzas armadas por todos los ataques que han hecho a la población civil en los territorios del conflicto, es necesario un proceso de reparación por todos sus ataques. También es inaplazable desmontar el mandato contrainsurgente del Ejército, que tiene un enfoque represivo contra la población y se traduce en violaciones sistemáticas a los derechos humanos. En Colombia ya tenemos delineadas las salidas: está en el Acuerdo de Paz, pero este gobierno no ha mostrado la voluntad política para su implementación, y esa desidia se paga con las vidas de los grupos más vulnerables, como las mujeres y niñas indígenas.

 

 

Catalina Ruiz-Navarro es feminista colombiana autora del libro ‘Las mujeres que luchan se encuentran’ y columnista del diario ‘El Espectador’ desde 2008. Directora de la revista ‘Volcánicas’ y cofundadora del colectivo feminista Viejas Verdes.