Cómo matar la muerte

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Foto: AP Photo-Juan Karita

 

Todos los rituales, no solo los asociados a la muerte, quedaron en suspenso. Qué sucede con ese vacío representativo que hizo perder imágenes generadoras de sentido.


Roland Barthes afirmaba que “los ritos y las ceremonias protejen como una casa y nos permiten habitar un sentimiento. La ceremonia funeraria se aplica como un barniz sobre la piel, protegiéndola y cuidándola de las atroces quemaduras del dolor que causa la ausencia de un ser amado”.

Los rituales son acciones simbólicas porque trasmiten y representan aquellos valores y costumbres que mantienen cohesionada a una sociedad. Lo que predominó durante la pandemia fueron las comunicaciones sin comunidad. En ese vacío representativo se perdieron imágenes y metáforas generadoras de sentido y que dan estabilidad a la vida. Los rituales definen bajo la forma de técnicas alusivas la instalación de un hogar, de un lugar en el mundo, de un relato, en síntesis, la historia y biografía de un sujeto. De esa forma ordenan y habitan el tiempo.

La muerte y sus ceremonias son temas recurrentes en cosmogonías, mitos y religiones: perdurar, renacer y evitar el aniquilamiento y la desmemoria.

Extraña paradoja la del ser humano, alienta el deseo vano de la inmortalidad y a su vez vive con la preciosa conciencia de la fugacidad de un momento que es único y bello porque pertenece a la dimensión del tiempo, hijo de la muerte.

Borges lo señalaba con lucidez implacable: “La muerte hace (o su alusión) preciosos y patéticos a los hombres. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso”.

Los rituales conjuran el sentimiento de abandono y pérdida que menciona Barthes y en su praxis simbólica convocan a los hombres a unirse, engendrando de esta manera una totalidad sostenida por los recuerdos individuales y la memoria colectiva. A pesar de que vivimos en una sociedad esencialmente consumista, en la cual las emociones tienden a revestir al otro como si fuera una mercancía, colonizando de esta manera lo estético y generando un desvanecimiento de lo subjetivo.

Volvamos a estos nuestros tiempos de virus y pandemia. Todos los rituales, no solamente aquellos asociados a la muerte, quedaron en suspenso: fiestas de quince, bautismos, cumpleaños, casamientos, la cancha, teatros y recitales, y todo aquello que pertenecía a un sistema cultural ritualizado en la costumbre y en el encuentro. A partir de ellos se genera un saber y una memoria corpórea, una identidad que no puede ser sustituida por ningún sistema virtual ni digitalizado, ya que de esa manera solo se escinden los cuerpos y las palabras.

A todo ceremonial le corresponde una narración, en sí mismo contiene el significante “socius” porque son generadores de referencia al mundo que nos rodea, nuestos semejantes, prácticas cotidianas e históricas que dan cuenta de la construcción del lazo social.

Para Byng-Chul Han, “la ausencia de rituales y como consecuencia la profanación de la cultura conduce a su desencantamiento, el velo mágico se retira; las formas ya no son elocuentes. El narcisimo colectivo elimina el eros y desencanta al mundo, las reservas eróticas en la cultura se van agotando como así también las fuerzas que mantienen cohesionada a la comunidad: juegos y fiestas hacen más soportable lo real de lo cotidiano”.

Estos ritos, pasajes, ceremonias, mantienen un diálogo permanente con el tiempo, son transiciones esenciales de vida, formas de cierre, pasajes que nos estructuran la vida. Quien traspasa un umbral atraviesa una fase vital y entra en otra. Estos umbrales ritman, articulan y narran el espacio-tiempo sin ellos y su fantasía solo queda el infierno de lo igual.

La sociedad de la producción y del rendimiento está dominada por el miedo a la muerte. La mercancía y el capital se proponen para conjurarla. Es un dato interesante a tener en cuenta que a días de comenzado el virus los sistemas financieros globales ya cotizaban en bolsa sus consecuencias.

Es el temor a la muerte que, detrás de los cortinados, obliga al hombre a no mirarla de frente como en el mito de La Gorgona, un terror sin nombre anida en su rostro. A la muerte no se la mira, apenas se la atisba, es aquello que puedo pensar de otro pero no de mí, carece de representación.

Algo de esta descripción se destruyó en la pandemia, la muerte se convirtió en un número, desaparecieron los nombres, las historias, solo silencio y soledad.

Pasarán años para que podamos reflexionar estos día que transcurrieron con sus consecuencias en el alma del sujeto y que aún persisten. Habrá que darnos un tiempo para reencontrarnos nuevamente con la palabra, las historias, las despedidas pendientes, el ritual compartido y la reivindicación de los abrazos.

Para finalizar, hago mías las palabras de Gaetan Picon: “Parece a veces que nuestra época había cerrado el círculo de todos los monstruos alrededor de nuestro abandono. Del dios muerto, de la razón rechazada y en esa historia ininteligible surge una sombra en la que se revela nuestra nada, el hombre se prueba en la angustia de su imaginería y se da cuenta de que no es más que vacío, vacío y libertad para la muerte. Algo, sin embargo llena este vacío: nuestros propios monstruos”.

Dedico este escrito a Miguel Hernández y su Elegía y a tantos amigos y queridos que ya no están y por supuesto a todo los compañeros de salud.

 

Monika Arredondo es psicoanalista.

 

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