¿Democracia o ruleta rusa?
¿Qué pasaría si se somete a plebiscito la posibilidad de adoptar la pena de muerte para los sicarios? (Una práctica prohibida por el sistema de justicia en buena parte de los países de América Latina y del mundo). ¿Qué pasaría si el aumento en los impuestos debiera pasar por la aprobación explícita de los contribuyentes?
Podemos dar por descontado que a la primera consulta, la pena de muerte, la respuesta de los ciudadanos sería un sí rotundo; a la segunda, los impuestos, una negativa contundente. Y ambas respuestas empobrecerían moral y económicamente a nuestras comunidades. Más allá de los temas éticos, la precariedad de nuestros sistemas de justicia provocarían inexorablemente la ejecución regular de algún número de inocentes. Y California ha demostrado, una y otra vez, el empantanamiento que significa que los impuestos estén sometidos a la aprobación popular.
Distintos investigadores sociales han señalado la precariedad de los referéndums y plebiscitos y los peligros que entraña. Para los políticos es una tentación exigir de los ciudadanos un simple sí o un no a problemas que con frecuencia son mucho más complejos. Una suerte de atajo reduccionista para dejar en manos de los líderes el aterrizaje de políticas complejas y/o debatibles.
En la mayoría de las veces los líderes asumen tales consultas “al pueblo” como un mecanismo de legitimación para decisiones que ya han sido tomadas. Y en efecto, algunos de estos plebiscitos corren el riesgo de convertirse más en un debate sobre la popularidad o la impopularidad del mandatario en funciones que en una consulta puntual sobre el contenido de una política pública.
Pero la mayor limitación tiene que ver con la calidad o la pobreza del debate y de la información disponible para que el ciudadano pueda tomar una decisión razonada. Particularmente cuando los temas consultados provocan pasiones al interior de la comunidad. En tales circunstancias el proceso se convierte en una confrontación de valores, con toda la manipulación emocional que eso conlleva. Un proceso en el que con frecuencia pasan a un segundo plano las consecuencias de la decisión para la comunidad y el impacto puntual que tendrá en la vida de los ciudadanos. Tal es la experiencia de Inglaterra con su recienteBrexit o de Colombia con la consulta sobre la paz, dicen Amanda Taub y Max Fischer, en un reciente artículo de The New York Times.
Y en efecto, llama la atención el pasmo que exhibían los ingleses los días posteriores a su decisión de separarse de la Unión Europea. No sólo estaban exhaustos emocionalmente, parecían, además, no tener mucha idea de lo que seguiría una vez tomada la decisión.
Desde luego, es importante para una comunidad sentir que es tomada en cuenta en temas que en verdad le importan. En ese sentido, el referéndum es un mecanismo legitimador poderoso y eficaz. Pero sólo a condición de que el resultado sea validado por las percepciones de la propia comunidad. Y eso requiere tres condiciones: primero, que el proceso de discusión sea intenso y abierto para que vaya más allá del carisma de los líderes o la narrativa meramente emotiva. Segundo, que la población acuda abrumadoramente a votar; en Colombia 62% de los ciudadanos se abstuvieron, lo cual significa que apenas 19%, que votaron por el no, decidieron el resultado. Algo que difícilmente se traduce en una validación de parte de muchos otros colombianos.
Tercero, y paradójicamente, que el saldo arroje una fuerte mayoría en un sentido u otro. Una votación que parte por mitades el voto termina por deslegitimar el proceso: siempre habrá irregularidades que expliquen un fallo en el resultado. Aunque sea un temporal inclemente el día de la votación, como sucedió en Colombia. En suma, el referéndum termina por profundizar el conflicto o la división en lugar de atenuarlas.
Más allá de que los procesos abiertos sobre el separatismo británico o la paz en Colombia están lejos de haberse resuelto y que se trata de primeros capítulos de una larga historia, son experiencias que arrojan luz sobre los usos y abusos del referéndum. Un mecanismo que puede ser útil para profundizar la democracia, pero que en condiciones adversas puede provocar justo lo contrario. O como señala el profesor Kenneth Rogoff, citado por el diario neoyorquino: “Eso no es democracia, es una ruleta rusa para una república”.