Drogas adulteradas | Aquí no se habla de cocaína

Por Catalina Gil Pinzón | EL País
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Argentina, droga adulterada
Foto: Eliana Obregón | AFP

Hay otra manera de hacer las cosas. Esa debería ser la principal conclusión de lo ocurrido en Argentina, donde al menos 24 personas murieron y otras 84 resultaron hospitalizadas por el consumo de una sustancia con alto nivel de toxicidad. Lo irónico de este triste caso es que la venta y consumo de esta sustancia ocurrieron bajo un sistema prohibicionista, bajo la lucha constante y frontal contra las drogas.

Una lucha que ha traído más daños que beneficios para América Latina sin disminuir el consumo en el mundo: el sostenimiento de un gran mercado ilegal y lucrativo, el incremento en penas y población carcelaria, el aumento de niveles de violencia, la afectación a personas y comunidades más vulnerables, el deterioro de derecho humanos y la priorización de recursos públicos (mal invertidos) en seguridad sobre salud pública.

Ante el hecho ocurrido en Argentina, la respuesta a largo plazo debería pasar por abrir una discusión sobre regular estos mercados. Sin embargo, mientras esta conversación comienza y avanza entre países productores y consumidores, a corto plazo hay cosas que podríamos estar haciendo para evitar que estas situaciones se repitan. Acciones que no violan acuerdos internacionales en materia de drogas y que dependen en gran medida de voluntad política.

En el lado de la demanda, uno de los mayores problemas que genera la prohibición es la falta de acceso a información precisa y veraz sobre cómo minimizar los riesgos y daños asociados al consumo de sustancias psicoactivas. Esto es vital porque, independientemente de nuestra posición sobre el consumo, el mercado ya existe a pesar de la prohibición. Cualquier persona que quiera consumir tiene dónde comprar.

Algo tan sencillo y valioso como saber los efectos que puede causar una sustancia, si es buena idea mezclarla con otra; tener en cuenta la presentación, la dosificación y las precauciones necesarias pueden evitar consumos problemáticos y muertes por sobredosis. Aunque existen organizaciones que brindan buena información al respecto no siempre es fácil acceder a estas. ¿Por qué? Principalmente por la estigmatización y criminalización alrededor de las personas consumidoras.

Es la lógica ‘no se habla de Bruno’: sabemos que, a pesar de la prohibición, existe un mercado y que las personas consumen. En la mayoría de ciudades, de hecho, casi todo el mundo sabe (también las autoridades) dónde ir a comprar. Sin embargo, preferimos no hablar del asunto. Es un tabú e incómoda. Como consecuencia, no abordamos la cuestión en colegios, universidades, oficinas y familias más allá de un “drogas, no”. El mercado sigue, pero sin información, de manera que quienes participan igualmente en él no siempre saben cómo moverse para reducir los daños potenciales.

Ciertamente, es difícil tener esta discusión, en parte por la narrativa que ha promovido la guerra contra las drogas. Pero, como hijos, hijas, padres y madres, estudiantes, amigos, amigas deberíamos exigir esa información que nos ayudará a proteger y hasta a salvar vidas.

Otra gran barrera que crea la prohibición es que el sistema de salud de varios países de la región no está preparado, interesado o financiado para atender consumos problemáticos. Esto trae dos grandes consecuencias. La primera es que se deja un espacio muy grande para que iniciativas privadas lideradas por personas o comunidades con pocos conocimientos llenen este vacío, especialmente para atender a personas de escasos recursos. Algunas de las herramientas usadas, sin ningún tipo de evidencia que las soporte, son echar agua fría, priorizar la abstinencia, encerrar en contra de la voluntad, amarrar a la cama, o disciplina religiosa. Una vez más, se causa más daño para aparcar un problema lejos de la vista de la sociedad (nuevamente, “no hablemos de Bruno”).

Pero además, al seguir abordando las drogas exclusivamente como un problema de seguridad se bloquea la inversión pública en estrategias de reducción de riesgos y daños. Como consecuencia, son organizaciones de la sociedad civil quienes en varios países de la región brindan estos servicios con pocos recursos y visibilidad. Algunos ejemplos de estrategias que sabemos que funcionan gracias a la evidencia acumulada son los programas de intercambio de jeringas, las salas de consumo supervisado o el análisis de sustancias (drug checking).

Imaginemos por ejemplo que las personas de Puerta 8, que consumieron la cocaína adulterada, hubieran tenido acceso a toda una red de información y protección de salud: puntos de análisis de la sustancia comprada, salas de consumo supervisado, información transparente sobre cómo opera el mercado, referentes de apoyo en caso necesario; en definitiva, un contexto en el que “sí se habla de Bruno” (del consumo) en su justa dimensión y medida, enfocado a minimizar los daños potenciales del consumo de sustancias psicoactivas. El riesgo inicial para todas ellas de haber consumido la droga adulterada habría sido menor, siendo además que en este contexto ya existirían relaciones y mecanismos de protección entre los proveedores de salud y los consumidores, basadas en la confianza que solo se construye a través de encuentros repetidos en un entorno seguro diseñado para reducir la excusión.

Llevamos medio siglo tratando a las drogas como una amenaza mundial, cuando pueden ser abordadas de una manera más costo eficiente que la prohibición: una que priorice la autonomía, la salud y el respeto por los derechos humanos. Cabe preguntarse cuántas tragedias más como la que está teniendo lugar ahora mismo en Argentina estamos dispuestas y dispuestos a tener en nombre de una guerra inútil, costosa y dañina.