El muy previsible circo de las vacunaciones VIP

0
344

Los escándalos de vacunación de la clase política y personas influyentes han reforzado la idea de que en América Latina se llega a la función pública no para servir sino para servirse.

En América Latina estamos acostumbrados a vivir en una suerte de anomalía congénita. Sabemos que las cosas van mal y, casi por costumbre, nos preguntamos qué será lo próximo peor.

¿Una pandemia global haciendo estragos en España e Italia? Pues déjenla llegar a estas costas: he ahí Brasil o México. ¿Vacunas que van con lentitud? Oh, nada más esperen a que lleguen aquí: algún estropicio sucederá. La región ya era la más afectada por la pandemia -en buena medida por una respuesta torpe de nuestros líderes- y para cuando llegó el momento de dar certezas con la inmunización, el suministro de vacunas demostró ser insuficiente. Para más inri, los planes de inoculación avanzan con lentitud o a trompicones.

Parecía que nada más podría pasar, pero pasó. En las semanas pasadas, una serie de escándalos surgieron en Perú, Argentina, Ecuador y Chile. Funcionarios, familiares de funcionarios y personas con influencia se saltaron las listas de pacientes prioritarios (en la mayoría de los casos, gente mayor, personas en riesgo y trabajadores de la salud) y recibieron vacunas antes de sus turnos y a espaldas del público.

¿El trasfondo del escándalo? El abuso de autoridad como símbolo de desprecio por las necesidades de las mayorías. Quienes deben ser ejemplares ante una de las peores crisis humanitarias de los últimos cincuenta años muestran su lado más cínico. Y así han desgarrado otro poco la creencia ciudadana en las capacidades de sus dirigentes para hacer lo debido.

Los vacunatorios VIP -en las redes les llaman “Circovid”, remedando la canción “Circo Beat” de Fito Páez- refuerzan la idea bien o mal extendida de que el acceso a la función pública no es para servir sino para servirse. Es indigesto observar funcionarios que asumen su posición como un privilegio de casta que los encarama por encima del ciudadano medio.

El ejercicio prebendario y nepótico, el uso del poder para favorecer a la facción, lleva décadas de cultivo en América Latina. Usual en la derecha y, tras las últimas dos décadas, común en los nacionalismos, en los personalismos y en quienes dicen ser la izquierda. Tanto más grave cuando ese síntoma se expresa en movimientos que se asumen como la salvación de la nación.

Los sucesos son desgraciados. En Perú, fue descubierta una nómina de casi 500 personas poderosas -incluido el expresidente Martín Vizcarra, su esposa y hermano- que aprovecharon su posición para ser inmunizados. En Ecuador, el exministro de Salud envió un cargamento de dosis destinado a trabajadores de la salud a la residencia de lujo donde vive su madre. Al menos 37.306 personas -entre ellas, funcionarios y celebridades- fueron vacunadas antes de sus turnos en Chile. Y en Argentina, una decena de individuos recibieron inyecciones a escondidas en las oficinas centrales del Ministerio de Salud y un periódico acusó al entonces ministro de reservarse 3000 dosis para distribución discrecional.

Las explicaciones de numerosos miembros del Circovid latinoamericano abonan la idea del fuero merecido. Vizcarra se presentó como una suerte de héroe o mártir por ofrecer su brazo a pruebas experimentales. Cuando miles de médicos no habían recibido una sola dosis, la exministra de Exteriores de Perú se vacunó porque, dijo, no podía darse “el lujo de enfermarse” por su posición. Un periodista famoso de Argentina fue invitado a recibir la dosis en un despacho oficial unos minutos después de llamar al ministro de Salud, que era su “viejo amigo”.

Resulta secundario si los funcionarios y personas influyentes vacunadas son miles o cientos; los que fueron son suficientes, porque los símbolos precisan poco para significar. Es triste pues se precisa virtud. Como pocas crisis, la pandemia nos impuso desafíos éticos y puso presión sobre los deseos individuales y nuestra responsabilidad colectiva.

Excluido Chile, el más avanzado de la región en el proceso vacunatorio, las demás naciones todavía lidian para distribuir con justicia las escasas dosis que obtienen en el mercado internacional. Argentina atraviesa un confinamiento eterno sin demasiado control ni pruebas masivas. Al inicio de la crisis, las muertes estaban descontroladas en Guayaquil, la ciudad más poblada de Ecuador, y los hospitales del Perú tuvieron y tienen severos problemas de capacidad.

El escándalo produjo resultados inmediatos. Los ministros de Salud de Argentina, Perú y Ecuador debieron renunciar mientras que el gobierno de Chile anunció investigaciones inmediatas. Era para animarse -¡aleluya, el sistema funciona!-, pero los matices ensombrecen la resolución. Los funcionarios ecuatorianos eran miembros de un gobierno perdidoso; los peruanos, integraban mayoritariamente uno caído por señalamientos de corrupción. Analistas dicen que el ministro argentino fue despedido porque el gobierno necesita realizar una buena vacunación para ganar las elecciones intermedias. De hecho, el presidente de Argentina no vio un problema moral en el Circovid, sino una disputa política. “Terminemos con la payasada”, dijo Alberto Fernández en una visita a México. Así de equivocado.

Es posible que algunos de los funcionarios ni siquiera creyeran que actuaban de mala manera sino que hacían uso de un derecho adquirido por dirigir. Es un problema, claro: asumían con naturalidad que pertenecían a un círculo áulico que les proporcionaba prerrogativas. Pero es indigesto que en la cúspide del poder -de donde han de emanar normas de comportamiento-haya funcionarios repartiendo vacunas como salvavidas para sus amigos.

Por enésima vez: que funcionarios, famosos y aplaudidores se salten la fila porque pueden no hace sino echar sal nueva sobre una vieja herida que nunca sana: en América Latina, quien tiene conexiones suele sacar aún más ventaja de sus privilegios.

El político, famosillo y amigo que se beneficia del funcionario que no sirve sino que se sirve exhiben un régimen de privilegio. Sin dudas, deben haber despidos y renuncias, pero también una mayor transparencia sobre los mecanismos de distribución de vacunas. Será costoso, pero es indispensable hacerlo. Más cuestan las vidas y la desconfianza creciente en una clase política demasiadas veces egoísta e inmoral. Debemos sentarnos a discutir cómo inocular a la dirigencia de la idea de que gobernar es participar de una élite sempiterna. Pedir más que transparencia ahora mismo es difícil. Acabemos con la covid, luego cerremos las puertas del circo.

 

Diego Fonseca (@DiegoFonsecaDF) es colaborador regular de The New York Times y director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro.