Historias del mar

Por Zana Petkovic
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Desde niña tenía la costumbre de cerrar los ojos y concentrarme en el sonido de las olas que en intervalos iguales, casi perfectos, llegan a milímetros de mis pies. Sonido que no cambia, olores de Donuts con chocolate que vende una viejita envuelta en un pañuelo negro. Canasta, sombrero viejo, paño blanco de lino cubren los pastelillos…siempre iguales…como las olas. Camina ella de un lado a otro todo el día. Cuántos Donuts con chocolate puede vender en un día. Cientos, miles, millones; en 10, 20, 30 años. Con este caminar ha financiado una casa para sus hijos, escuela para sus nietos y universidades. Mimados niños de familias ricas europeas comen esos Donuts, el chocolate se derrite en 35, 40 grados de un calor que quema. Ella calcula cuantos Donuts más debe vender para pagar las cuentas de un auto nuevo para su nieto. Este año, por primera vez, noto que camina más lento, se tropieza con las bronceadas largas piernas de una joven que exhibe su cuerpo de modelo.

Ella dice “no gracias”…no come Donuts. Ella no come nada, posiblemente no tiene hijos y no tendrá nietos. La modelo sueña con una actuación en televisión. Para eso debe cuidar su cuerpo y poco o nada le importa la canasta llena de pastelillos. Llega un grupo de jóvenes a la playa. Hacen demasiado ruido para mi gusto, es viernes. Un fin de semana en la playa para adolescentes provincianos. Los turistas, en su escape anual anti-stress están renegando. Un fin de semana perdido. “Estos chicos llegaron para perturbar”, comenta alguien a voz alta. Sigo tratando de concentrarme en el sonido de las olas. La viejita está feliz. Todo el curso grita “queremos Donuts con chocolate”; mientras yo sigo esforzándome por aislar los sonidos.

Los japoneses inventaron las peceras en las oficinas para aislar el sonido del agua. “Feng shui”, lo que sea digo. Me imagino a los japoneses en esta playa comprando Donuts. Alcanzaría para más autos y más casas. Los chicos de la excursión provinciana se meten al agua en grupo. Ojala se vayan lejos, pienso. De pronto el silencio y el sonido de las olas. Entro en algo que parece un leve sueño, un estado de nirvana, entre lo real e irreal. Mas, una voz enojada de mujer viene de atrás, muy cerca de la cabecera de mi elegante sillón de 5 euros por día, sombrilla incluida. “Te he visto”, dice ella tratando de hablar suave pero su voz denota enojo y tristeza. Su alma grita: “te he visto, como las estas mirando. Qué crees tú que yo no podría verme igual como ellas. Yo era así antes de casarme con vos. Antes de ser tu cocinera, madre de tus hijos. Tú me dijiste que no necesitaba trabajar y me dedique a criar a tus hijos”. Levanta la voz: “tu construiste tu carrera gracias a mi espalda mientras planchaba tus camisas. Y ahora que…”. Su voz alcanza las alturas de un soprano, casi madame Butterfly. Una mujer decepcionada es peor que una gotera.

Observo a las mujeres jóvenes, su piel es lisa y bronceada. Cuántas de ellas repetirán este discurso playero de mujer decepcionada y en cuantos años. En 20, 30. Algunas se escabullirán a ese destino, otras aceptarán la historia; pocas elegirán algo diferente. Sigo capturando los segundos del sonido de las olas. “Será de verdad el fin del mundo este año”, dice mi madre. “No sé”, contesto. “Solo Dios sabe”. De todas maneras sigo filosofando, “es mejor estar preparado”. “¿Cómo andas con tu relación con Jesús?”, pregunto. “Mi relación con Dios es mucho mejor que con algunos seres humanos”, me contesta. Me preparo para escuchar sus historias. Doy la vuelta para ver el rostro de aquella voz de mujer descontenta. Tiene unos kilos de más, su mirada es triste pero sus manos guardan aquella belleza de antes de decepcionarse, antes de dejar de pensar en ella, antes de darse cuenta que se equivocó, antes de decidir hacerle a él la vida imposible. Es lo único que queda. Él duerme a su lado. Parece obvio que está acostumbrado a escuchar la misma perorata cada verano.

La viejita vuelve. Su canasta está casi vacía. Compro un Donut para mí, otro para mi madre. “Sin chocolate”, digo. “No quiero engordar”, pienso en la mujer de atrás. Mi madre ríe. “Toma un poco de chocolate, si te chorrea entras al agua, nadando sale todo, hasta la amargura”. Le hago caso y entro abrazando las olas. Me voy lejos, lo más lejos posible para no escuchar los gritos de la juventud irracional, las quejas de la mujer desesperada, historias del pasado y nado; nado consciente de que muy pronto este momento también será solo un recuerdo del pasado.