Por efecto del sol, la ladera de la colina, vista de Los Ángeles, luce desteñida. El célebre cartel que promocionaba un desarrollo inmobiliario en la pujante ciudad cumplió 100 años la semana pasada: los locos años 20 verían la consagración de inversores audaces, y el cine era el protagonista. “Los actores van a la huelga y reclaman derechos por el uso de imagen en las nuevas pantallas”. El título es de los últimos días de julio… de 1960 y contenía un reclamo de los gremios sobre la televisión que recurría cada vez más a shows en vivo y dejaban con menos horas de aire, y con menos ingresos, a actores y guionistas. El asunto se replicó luego, en 1983, en tiempos de VHS y cine hogareño.
Ahora, las plataformas de streaming y la inteligencia artificial son las tecnologías apuntadas por las demandas de los talentos. Sin embargo, todo luce diferente al pie de las colinas. Ya no está claro dónde están los ingresos extra, ni a quién reclamárselos en un entorno de producción, distribución y exhibición dinamitado por los usos y costumbres del siglo XXI, y en el que ya no es tan claro como en el cine por qué pagan los espectadores ni a quién corresponde el mayor valor. Allí, justamente, está el conflicto: quién y cómo puede medir el aporte profesional de tareas tan diferentes como escribir, protagonizar o comercializar el entretenimiento. En tiempos de big-data, cifras opacas, usuarios que se cuentan en cientos de millones y empresas medidoras tradicionales poco confiables, se enfrentan a una lógica de fabricación de estrellas y fantasías que tiene más de un siglo.
El foco más preciso está en la vulnerabilidad de los estudios, las productoras, que son el eslabón más cercano a los talentos y también el más endeble: ahora pueden reducir el riesgo garantizándose el adelanto o el cheque de servicios de streaming dispuestos a pagar (los principales, sean gratuitos o pagos) pero quedan cada vez más lejos de negocios financieros y corporativos que dependen de variables mucho más complejas que el éxito de taquilla: tiempo de consumo hogareño, fidelización de suscriptores, dispersión geográfica global y, más aún, tiempo de vida útil de una película o serie en la biblioteca de fácil acceso. Netflix no casualmente está en el centro del debate: marca la equidistancia entre aquellas ideas de comienzo de siglo XX y el Silicon Valley del siglo XXI.
En la música, el caso es bien sabido, la industria está en máximos históricos de ingresos, por encima de la era dorada de los CD de 15 dólares: tras la llegada de Spotify y su modelo de recaudación por suscripción al streaming y sus acuerdos con las discográficas dueñas de las obras, los artistas se llevan, en conjunto, más que antes. Ahí radica el problema, en la era de la escasez en la distribución, un puñado de artistas taquilleros y millonarios se llevaban la gran parte; ahora, los peanuts no alcanzan a llenar todos los bolsillos y son pocos los que se alzan con el botín de las reproducciones medidas en decenas de millones. Días atrás, el estudioso Ted Gioia se preguntaba justamente cómo debía compensar esa industria a las partes involucradas en el negocio, autores, intérpretes, colaboradores, discográficas…
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Pero también en el mundo del streaming y las redes sociales, hay nuevos jugadores: productores amateur o creadores de contenido que se quedan con la adhesión de millones de usuarios durante horas y días enteros con modalidades de entretenimiento difíciles de comparar. Emma Chaberlain o el propio Mr. Beast, youtubers célebres que cautivan audiencias juveniles y lanzan sus propias líneas de productos o cadenas de comida, o el español Ibai Llanos, que con su velada batió el rércord de audiencia en Twitch días atrás, compiten justamente en una categoría del entretenimiento denominada sin guión (unscripted) protagonizada por animadores y celebridades online no profesionales, pero que ganan millones. En definitiva, cuánto vale la tarea de nuestros creadores de fantasías y entretenimiento es una pregunta que hasta aquí la tecnología ayudo a profundizar, pero no a responder.ß