Vivimos en estado apocalíptico: la sensación tan extendida, tan mal entendida, de que todo se va al diablo.
Las palabras cambian: un coche, hace poco más de un siglo, tenía caballos por delante, una pila era una fuente, un piloto un marino, un rey un necio que mandaba, una abuela una señora de 60. Hay muy pocas palabras que signifiquen siempre lo mismo: en esos cambios, se cifra buena parte de su encanto. Pero quizá pocas hayan cambiado tanto como apocalipsis.
La palabra apocalipsis es pura confusión. En su original griego significaba “revelación”: de άπο, separar, y κάλυψις, velo, ocultamiento; desvelar, revelar —que deberían ser antónimos pero son sinónimos. Así la usó el autor del libro de ese nombre: para decir que sus historias revelaban mucho. Pero el poder narrativo de su Apocalipsis fue tan grande que la palabra misma quedó atrapada en su sentido nuevo: el fin del mundo, el acabose más dramático.
Ese señor desconocido fue uno de los grandes escritores de la historia. Hemos aceptado que se llamaba Juan, cristiano de origen confuso que el emperador romano Domiciano exilió, hacia el 80 después de Cristo, en la isla griega de Patmos. No sabemos más, pero en Patmos se conserva todavía una cueva donde aquel proscrito lo habría escrito. Está junto a un camino muy sinuoso; cuando el bus pasa por delante el conductor grita apokálipsi, apokálipsi y los pasajeros se miran, nerviosos, y se ríen. La cueva tiene una ventana pequeña y triangular que da a las aguas de la bahía de Skala: dicen que el desterrado encerrado miraba desde allí las tempestades que quizá lo inspiraron. “Entonces tomé el librito de la mano del ángel y lo comí, y en mi boca era dulce como la miel, pero cuando lo hube comido amargó mi vientre”, escribió sobre su propio libro. Que cumplió con el mayor deseo de cualquier exiliado: que sus palabras vuelvan al lugar de donde fue expulsado y se vuelvan, allí, palabra eficaz, una que crea realidades.
El Apocalipsis de Juan contaba lo que sucedería cuando su dios terminara de cansarse de aquel mundo podrido y, en lugar de emparcharlo como haría cualquier socialdemócrata, decidiera destruirlo y llevarse a los suyos a un dizque “Reino de los Cielos”. Los relatos de Juan son vívidos, tremendos: estampida de detalles morbosos, película de terror sin la película, monstruos y llamas y catástrofes varias, todas las armas de la cólera divina acabando con este mundo infame y sus infames habitantes.
Era una ficción espléndida, solo que nadie creyó que fuera ficción y hubo millones que se la creyeron: palabra del Señor. Aquel texto fue mucho más que un texto: fue la forma en que tantos entendieron el mundo durante dos milenios, realidad intensamente compartida. En todo ese tiempo los hombres y mujeres vivieron esperando que aquella revelación se realizara. Nunca lo hizo, pero fundó un concepto: la ilusión de que un gran final es el mejor principio. Los apocalipsis solían ser —y de ahí sus triunfos— la bienvenida violenta a la esperanza.
Hubo muchos momentos en que el terror y la ilusión apocalípticos volvieron a primar: fechas redondas, semimesías verbosos, pestes, guerras, sequías, reyes sanguinarios. Y últimamente, cuando los cristianos fueron dejando de creer en él, lo reemplazaron otros. El penúltimo apocalipsis que inventamos fue muy extraordinario: por primera vez los hombres se hicieron con un poder que hasta entonces concedían a los dioses, el de arrasar el mundo. Por primera vez esa destrucción era humanamente posible, una amenaza cierta. Pero tenía un problema: el apocalipsis nuclear era un final que no abría la puerta a algo mejor. Lo mismo pasa, ahora, con el apocalipsis climático: dicen que nos acaba pero no empieza nada que queramos. Podría ser uno de los mayores cambios culturales de estos tiempos: ahora los apocalipsis de moda son adioses que solo se despiden, que no inauguran ningún mundo nuevo.
Vivimos en estado apocalíptico: la sensación tan extendida, tan mal entendida, de que todo se nos va al carajo. La ilusión no se rinde. Aunque cualquier observador puede dar fe de que hay una sola característica que unifica a todos los apocalipsis desde aquel primero: que nunca se realizan. Los apocalipsis, como los virus, no son tontos, y saben que, si nos mataran a todos, los primeros perjudicados serían ellos: desaparecerían. Los apocalipsis nos necesitan para que sigamos imaginándolos.
Y nosotros seguimos. Me gustaría saber cómo será el mundo cuando nos hagamos adultos y dejemos de inventarlos. Cuando nos convenzamos, por fin, de que no habrá un final bruto y un principio mágico: de que tendremos que trabajar para ir cambiando, paso a paso, todo lo que hace que queramos que este mundo se apocalipse, que reviente de una vez por todas.