La pandemia es una oportunidad para reformar la sanidad pública en América Latina
La COVID-19 ha puesto a los sistemas públicos de salud de la región al borde del colapso, lo que muestra que los modelos sobre los que se basan son ineficientes y fomentan la desigualdad.
América Latina vive la mayor crisis sanitaria de su historia reciente, con más de 350.000 muertes asociadas a la COVID-19. La región representa el 8 por ciento de la población mundial, pero casi un tercio de las muertes globales por el nuevo coronavirus, que ha desbordado a la mayoría de sus sistemas de salud.
La pandemia ha evidenciado que América Latina necesita transformar sus sistemas de salud. La evidencia es clara: si queremos sistemas más accesibles, equitativos y eficientes, debemos reforzar la sanidad pública. El modelo predominante en la región no satisface el derecho a la salud que los Estados garantizan por la ley. Urge actuar pronto: el avance de la sanidad pública desde principios de siglo ha sido desigual y, en conjunto, lento.
La única manera de revertir esta tendencia es con decisiones políticas valientes.
Los modelos sanitarios de América Latina reflejan y refuerzan la desigualdad de la región. Los ciudadanos de clase media y alta suelen acudir a la sanidad privada, rica en capital físico y humano, mientras el resto de la población accede a la sanidad pública, con recursos limitados y a menudo desbordada. Por lo tanto, los pobres enfrentan mayores esperas para servicios peores. Este fenómeno lastra su productividad, reduce sus ingresos y alimenta el ciclo de desigualdad.
En un país como Brasil, donde la salud es un derecho universal por mandato constitucional, se gasta hasta cinco veces más en la salud de un ciudadano con seguro privado que en el que solo tiene acceso al sistema público de salud. En ese contexto, la clase media y alta -que tienen mayor poder de incidencia- no siente en primera persona la urgencia de reforzar la sanidad pública. Tampoco siempre la sienten la sanidad privada, que mueve más de 200.000 millones de dólares en la región, y cuenta con una influencia política importante.
Para cambiar el modelo latinoamericano, necesitamos conocer las alternativas. Existen tres modelos “puros” de sistemas de salud. Países con fuerte tradición sindical, como Alemania, tienden a tener sistemas bismarckianos. Estos obligan a los empleadores a proporcionar un seguro médico colectivo a sus trabajadores y cuentan con organizaciones privadas, con frecuencia sin fines de lucro, para la provisión de servicios. En contraste, los países escandinavos y el Reino Unido cuentan con sistemas beveridgianos. Este modelo otorga mayor protagonismo al Estado, que garantiza su financiamiento a través de impuestos y provee directamente los servicios. Finalmente, el modelo liberal, al que acceden millones de estadounidenses, privilegia tanto la financiación como la prestación privada con una regulación más laxa.
Buena parte de los sistemas de salud latinoamericanos son híbridos y combinan al menos dos sistemas puros. Primero, el modelo “LB” conjuga el modelo liberal con el de Beveridge. En Brasil, el país más poblado de la región, cerca de una cuarta parte de la población dispone de un seguro privado y sigue el modelo liberal, mientras el resto de la población utiliza el Sistema Universal de Salud (SUS), inspirado en el modelo de Beveridge. Sin embargo, la salud privada concentra el 58 por ciento del gasto total en salud. Segundo, el modelo “LBB”, combina los sistemas liberal, bismarckiano y beveridgiano en paralelo, con clínicas, hospitales y profesionales diferenciados. Este es el modelo adoptado en Argentina, México, Colombia y Chile, entre otros.
Los sistemas híbridos latinoamericanos, tanto “LB” como “LBB”, sufren cinco problemas intrínsecos a su diseño: tienen mayores costes administrativos; corren el riesgo de que los seguros privados releguen a los enfermos crónicos y graves al sector público; dificultan la integración de los servicios; invierten poco en atención primaria y separan los intereses de las clases medias y altas -participantes del modelo liberal- del resto de la población.
La solución a estos problemas es fácil de enunciar, pero compleja de poner en práctica: reforzar la sanidad pública.
Para ello, nuestros gobiernos deben dar un paso adelante. Solo el 52 por ciento del gasto en salud en América Latina es público, un porcentaje similar a Estados Unidos, pero muy inferior al aproximadamente 80 por ciento de los países con el modelo Beveridge o el 70 por ciento de los países con Bismarck. El incremento del gasto público se vería compensado por una disminución del gasto total en salud, al reducir los costes administrativos y reforzar la atención primaria.
Esta mejora económica vendría aparejada de mejores resultados. Por ejemplo, Estados Unidos, con un modelo híbrido, gasta el doble en salud con respecto a su PIB que la media de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) pero tiene mayor mortalidad infantil y menor esperanza de vida que sus pares, casi todos con modelos de Beveridge y Bismarck. Que los Estados latinoamericanos deban involucrarse más no equivale a eliminar al sector privado: la provisión de los servicios puede ser privada incluso con financiamiento público, como ocurre en Canadá. En este modelo, el Estado recauda impuestos, fija los precios de los servicios médicos y financia a organizaciones privadas por ofrecerlos eficientemente a la población, que no paga directamente por el servicio.
Sin embargo, durante las dos últimas décadas, la participación del sector público en la salud ha variado de forma heterogénea en América Latina. En promedio, el porcentaje de gasto público en salud pasó de 47 por ciento al 52 por ciento entre 2000 y 2017, según el Banco Mundial.
Es necesario reforzar la sanidad pública en América Latina, pero la ventana de oportunidad puede cerrarse pronto. Cuanto más se consoliden los sistemas híbridos, con un peso importante del sector y los seguros privados, mayores serán los intereses de aseguradoras y compañías privadas de preservar el statu quo. Estados Unidos ejemplifica esta complejidad: cerca de 30 millones de ciudadanos sin cobertura sanitaria -en 2018- pese a que 60 por ciento de la población cree que el gobierno debería garantizar el acceso a la salud.
Las grandes reformas nunca son fáciles y menos en un contexto de recesión global. Pero creemos saber por dónde empezar. Los gobiernos de América Latina necesitan expandir su atención primaria de forma agresiva a toda la población, priorizando la prevención. Además de ejercer la función organizadora de todo el sistema, hay evidencias claras de que pocas políticas, dentro y fuera de la sanidad, ofrecen mejoras comparables tanto en eficiencia como en equidad.
Los gobiernos de la región no deben desaprovechar la oportunidad presentada por la epidemia del coronavirus para reforzar su sanidad pública. La recompensa valdrá la pena: no solo alargará y aliviará millones de vidas, sino que ayudará a romper nuestro ciclo de injusticia social y pobreza. La desigualdad económica con la que hemos nacido no puede seguir determinando que la salud de uno valga cinco veces más que la de otro.
Pablo Peña es economista, fellow del Instituto de Estudos para Políticas de Saúde (IEPS) y estudiante de posgrado en la Harvard Kennedy School.
Miguel Lago es politólogo, director ejecutivo del Instituto de Estudos para Políticas de Saúde (IEPS) y profesor visitante en la School of International and Public Affairs de la Universidad de Columbia.