Los Kirchner: veinte años no es nada

Martín Caparrós | El País
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Foto: AFP

Ahora, en la Argentina, veinte años después, los peronistas están a las patadas y muchos dicen que el kirchnerismo se termina. Le ha llegado, quizá, la hora del balance

Hay un tango –siempre hay un tango– famoso, muy cantado, gardeliano, que se llama Volver y proclama que “veinte años no es nada”. Hoy hace veinte años que un señor Néstor Carlos Kirchner asumió la presidencia de la República Argentina: casi nada.

Un año y medio antes el país había sufrido la crisis más vocinglera de su historia: el peso se desmoronó, los bancos se quedaron con la plata de todos, la pobreza alcanzó a la mitad de la población, millones en las calles gritaban a los políticos que se fueran y esa semana de diciembre 2001 la república tuvo cinco presidentes. Pero el último de ellos se quedó y empezó a enderezarla poco a poco. La Argentina siempre se imagina que ha tocado fondo y no puede ir más abajo; por una vez era verdad. El presidente Eduardo Duhalde habría seguido dos o tres años más si su policía no hubiera matado a dos manifestantes, obligándolo a llamar a elecciones. Duhalde era peronista y pensó en varios candidatos –que, uno tras otro, desertaron: no se atrevían. Así que tuvo que resignarse a recurrir al gobernador de la provincia más austral, más vacía, más caciquil de la Argentina, el señor Kirchner. El señor Kirchner no era, entonces, candidato a nada: su sueño más húmedo era serlo cuatro años después y se encontró, de pronto, sin quererlo, en la carrera.

El intento fue casi un fracaso: en aquellas elecciones el señor Kirchner consiguió menos votos que su ex jefe peronista neoliberal Carlos Menem –a quien él mismo, años antes, había llamado “el mejor presidente argentino desde Juan Perón”. El ex mejor le ganó la primera vuelta 25% a 22%, pero no quiso presentarse a la segunda porque sabía que millones le votarían en contra. Así que, sin más trámite, sin más que ese 22%, el señor Kirchner resultó presidente.

Y asumió con problemas: nadie lo conocía, no tenía estructura ni seguidores propios, su historia como gobernador incluía la venta confusa del petróleo de su provincia a una multinacional –y el extravío de ese dinero. Pero aquel 25 de mayo de 2003, en el Congreso, leyó un buen discurso, entusiasmó a unos cuantos y, a partir de ese día, se dedicó a ganarse el lugar que le había caído en suerte.

Para eso aprovechó varias variables: que la crisis había dejado sueldos y precios bajos, que la soja y el trigo subían sin parar, que muchas personas estaban hartas de tanto desencanto y querían creer en algo, que su torpeza física lo hacía parecer sincero. Eran días en que el neoliberalismo se deshacía por todas partes: el señor Kirchner –que lo había sostenido durante diez años– entendió que le convenía olvidarlo y retomar ciertos slogans progres. “La izquierda te da fueros”, le diría años más tarde a otro gobernador, para explicar su idea.

Y tuvo fueros y gobernó y se armó su poder, tanto que imaginó un sistema para conservarlo 16 años: tras sus primeros cuatro vendrían ocho de su señora, Cristina Fernández, entonces senadora, y al final cuatro suyos y así, en familia, esquivarían la prohibición de gobernar más de dos mandatos. Para entonces el presidente Kirchner ya había conseguido el apoyo de grandes medios –llamaba a Clarín todas las noches para preguntar qué pondrían en la tapa de mañana– y de los organismos de derechos humanos –que había evitado durante décadas y entonces acogía.

En 2007 su Proyecto16 pareció funcionar: su esposa fue elegida con el 45% de los votos. En los dos años siguientes su Gobierno tomó dos medidas que antes había rechazado con fervor: el matrimonio homosexual, que lo indispuso con la Iglesia de Jorge Bergoglio y biendispuso con jóvenes rebeldes, y una “Asignación Universal por Hijo” que inauguró la política asistencialista que siempre había rechazado con el argumento de que no había que ofrecer dádivas sino trabajo. “Reinstalar la movilidad social ascendente que caracterizó a la República Argentina requiere comprender que los problemas de la pobreza no se solucionan desde las políticas sociales sino desde las políticas económicas”, había dicho el señor Kirchner en su discurso inaugural.

Esas dos decisiones fueron todo un modelo: por un lado, el kirchnerismo basaría sus laureles en medidas que muchos habían pedido y ellos resistido –como, años después, el aborto legal. Y, por otro, los subsidios y dones consolidaron una clase cada vez mayor de personas que se resignaban a no tener trabajo fijo y vivir muy mal de esas limosnas. Era un vuelco importante, pero Néstor Kirchner no terminó de verlo. En octubre de 2010, a sus 60 años, tuvo la mala idea de morirse. Desde entonces fue escuelas, puentes, hospitales, calles, mercados, centros culturales, estaciones de cosas: su apellido inundó la Argentina como ningún otro.

“Que es un soplo la vida”, dice aquel tango, y la historia es, por supuesto, mucho más compleja. Pero, en síntesis, la señora Cristina Fernández viuda de Kirchner sigue siendo, veinte años después, una política potente: la mayoría le teme o la respeta, aunque desde 2013 haya perdido todas las elecciones salvo la penúltima, cuando inventó que sería vicepresidenta del presidente Fernández y consiguió este descalabro, y haya sido condenada en primera instancia por delitos económicos y ahora diga que está proscripta aunque ninguna ley le impida ejercer cargos públicos. Es, sin duda, una mujer extraordinaria, que ha conseguido hacerse fama de infalible acumulando errores uno detrás del otro.

“Sabemos que estamos ante un final de época; atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos”, había dicho su esposo veinte años atrás. El matrimonio Kirchner gobernó la Argentina durante 16 de esos 20, conservó el poder durante más tiempo que cualquier otro argentino –y el país se desarma. Veinte años después es una gran novela, mucho mejor que Los tres mosqueteros: más viejos, los cuatro amigos ya no son amigos, se pelean entre ellos, no han sabido soportar las angustias del tiempo. Ahora, en la Argentina, veinte años después, los peronistas están a las patadas y muchos dicen que el kirchnerismo se termina. Le ha llegado, quizá, la hora del balance. Tras estos veinte años la cantidad de pobres es muy similar a la de 2004, el hambre es parecido, la inflación es mucho más alta, las infraestructuras básicas se mantienen básicas, la educación y la salud pública se han degradado tanto que solo las usan los que no tienen más remedio, el país sigue viviendo de sus exportaciones de materias primas pero ya no se abastece en energía y, sobre todo, el desaliento general se parece al de esos días de crisis, la semana de los cinco presidentes.

“Ya colapsó el ciclo de anuncios grandilocuentes, grandes planes seguidos de la frustración por la ausencia de resultados y sus consecuencias: la desilusión constante, la desesperanza permanente”, había dicho el señor Kirchner aquel día, y eso es precisamente lo que sigue mandando. Quizá sea cierto, por desgracia, que veinte años no fueron nada, nada.

O que fueron, quién sabe, demasiado.