Política y estética del meme

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Foto: Jorge Carrión cuenta personal de Twitter

Estos mensajes breves y generalmente irónicos son el auténtico telón de fondo de nuestra época. Y antes de reírnos y compartirlos, valdría la pena analizarlos, especialmente por su contenido político, pero también como una forma artística.

 

“Mallarmé afirmó que en el mundo todo existe para culminar en un libro. Hoy todo existe para culminar en una fotografía”, escribió Susan Sontag en 1977. A juzgar por los contenidos que más circulan por nuestras bandas anchas, se podría afirmar que en 2020 todo existe para culminar en un meme.

Los memes son mensajes visuales sencillos, de consumo instantáneo, por lo general irónicos, concebidos para navegar por las redes sociales a velocidad superheroica. Se trata de archivos de imagen o de vídeo que a menudo incluyen texto. Su naturaleza se ubica entre lo popular y lo populista. Son, al mismo tiempo, la encarnación digital e hiperbreve del chiste o del panfleto. Se han vuelto importantes por su potencia viral, por su poder político. Pero no hay que olvidar que, al mismo tiempo, son efectivas construcciones estéticas.

Las fotografías, los cadáveres exquisitos, los cómics o los grafitis tardaron mucho tiempo en ser considerados arte. En estos momentos, formas de expresión tan distintas como las canciones de trap, los hilos de Twitter o los memes están entrando en ese difícil territorio. Pero el meme plantea una dificultad teórica que no encontramos en otras manifestaciones culturales. ¿Puede ser arte una forma que, por su propia anatomía, no puede aspirar a la excelencia, que solamente pretende ser comunicación y contagio? Supongo que sí, si lo es un urinario desde hace ya un siglo.

Antes de continuar, tengo que confesar que no me gustan los memes. No los comparto, casi ni los recibo. Pero eso no importa, porque se han vuelto fundamentales en la comunicación contemporánea. Y la crítica cultural aspira a trascender los gustos propios y analizar los objetos de interés general.

Los memes constituyen un auténtico telón de fondo de nuestra época. Dice la investigadora y activista An Xiao Mina en Memes to Movements que son el “street art” de internet. Si el rap o el grafiti dieron expresión artística al malestar social de los años ochenta, muchos de los memes que se producen y consumen expresan el virtual del siglo XXI. Aunque haya sido convertido en un arma propagandística sobre todo por la derecha y la extrema derecha, su difusión ha alimentado la indignación y las protestas tanto de los aficionados al deporte como de los fans de series de televisión, tanto de los movimientos progresistas como de los conservadores. A todos nos une, para bien y sobre todo para mal, el poder imantador de los memes.

Ese poder radica en la formalización de una idea. En un diseño. En la selección de ciertas imágenes y su combinación con ciertas palabras. Es importante diseccionar su estética para entender su capacidad de penetración en nuestras mentes, que transforman en agentes de contagio. ¿Por qué esa artesanía tan precaria consigue secuestrar nuestra atención durante tres segundos y que pulsemos el botón de “compartir”? Porque apela a la dimensión más exportable de nosotros mismos.

En su contenido, los memes digitales apuntan a una diana con varios círculos concéntricos: el sexo, la comida, el humor, la pertenencia a una comunidad o la autorrealización. Su objetivo es la difusión masiva. No en vano son la evolución digital de lo que Richard Dawkins definió como meme en su libro clásico de 1976, El gen egoísta: las ideas virales, los conceptos que triunfan en las sociedades humanas y pasan a formar parte de la genética cultural.

Desde que en 1999 Susan Blackmore publicó The Meme Machine hasta que en 2013 llegó a nuestras librerías Memecracia. Los virales que nos gobiernan, de Delia Rodríguez, la literatura académica y de divulgación siguió y actualizó la teoría de Dawkins, llevándola a la lógica y la locura de internet. En la bibliografía más reciente sigue predominando una lectura sociológica, tecnológica y política; pero la aproximación estética se va abriendo camino.

En proyectos monográficos virtuales, como el brasileño Museu de Memes; en exposiciones de espectro más amplio, como la que ha comisariado Mery Cuesta este año para el Centro de Arte Dos de Mayo sobre Humor absurdo; o en festivales como el pionero Memefest, o el del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona con el mismo nombre, constatamos el interés global por pensar y representar esos artefactos mínimos y cotidianos en los ámbitos de la producción y el archivo del arte.

La forma de los memes es desconcertante y -por extraño que parezca- hipnótica. Primaria, amorfa, amateur. Un meme no puede ser, por su propia naturaleza, bello ni perfecto. Su estética incluye todo aquello que proscriben en principio las bellas artes: la fealdad, el reciclaje icónico, la falta de ortografía, el píxel. Aunque algunos pocos pervivan, la inmensa mayoría desaparece poco después de su entrada en el scalextric que conecta todas las pantallas. Tienen que ser tan aerodinámicos como un mosquito y tan vulgares como un mensaje de texto o el selfi de un amigo: para contagiar lo apuestan todo a una artesanía que se camufla entre los mensajes de la vida cotidiana.

Su confección recurre a lo más elemental de la lógica del collage: el corta y pega. Aunque existan creadores profesionales de memes y agencias de desinformación que los fabrican en cadena, cualquiera puede acceder a generadores (Memegenerator, Imgflip) o incluso dejar que los produzca un algoritmo (como el de This Meme Does Not Exist). El meme es la expresión mínima del remix. El epítome del hazlo tú mismo. La autoría de un meme, necesariamente compartido y variado en su trayecto vital, es colectiva. Tras leer uno impactante, a menudo nuestro inconsciente llega a la misma conclusión: qué bueno, lo podría haber hecho yo mismo, voy a reenviarlo.

Si bien millones de personas se pueden llegar a reír, simultáneamente, por el mismo meme, también grandes masas de población pueden decidir cambiar sus percepciones sobre la inmigración, un partido político o la violencia de género tras recibir esas viñetas de opinión, esas píldoras efímeras, esos chistes textovisuales.

La propia Sontag, en su célebre ensayo “Contra la interpretación”, escribe: “La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma”. La función de la crítica -añade- consiste en mostrar el cómo y el qué de la obra, no en interpretarla. Eso deberíamos hacer con los memes.

Los lectores tenemos que permanecer atentos ante ese nuevo ecosistema de la influencia y la atención. La crítica política de internet, donde todo pasa por una ingeniería y un diseño centrados en la experiencia del usuario, debe ser también estética. Los memes nos entran por los ojos. No lo olvidemos.

No podemos permitir que sean un monopolio de la ultraderecha, un vehículo para la transmisión de racismo, homofobia, machismo o teorías de la conspiración. Los medios de comunicación más responsables y serios y los proyectos políticos progresistas deberían poner en circulación sus propios memes. Y todos nosotros tendríamos que reflexionar críticamente durante unos segundos sobre el contenido que hemos recibido en nuestro teléfono antes de compartirlo. O, mejor aún, de preferir no hacerlo.

 

Jorge Carrión, colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria y del posgrado en Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales de la UPF-BSM. Su nuevo libro se titula Lo viral.

 

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