Precariedad hiperconectada: el teletrabajo no es tan bueno como lo pintaban

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Foto: Melina Mara/The Washington Post

Casas que son oficinas, escuelas y hogares. Rituales cotidianos confundidos en una jornada laboral sin horarios ni límites: cocinar, atender juntas, enviar reportes, limpiar la sala, cumplir objetivos. El teletrabajo (o home office), acelerado por la pandemia, es más que “trabajar desde casa”: supone un cambio en las formas en que el espacio doméstico, la vida privada y la productividad laboral se relacionan. En la era de los dispositivos integrados, la casa parece haber ampliado también sus funcionalidades: hoy es el lugar donde se cumple con mayor exactitud aquello de “vivir para trabajar y trabajar para vivir”.

En América Latina la contingencia sanitaria y corporativa no dejó espacio para la transición: obligó a convertir súbitamente la mesa del comedor en un mobiliario de oficina. Argentina y México fueron los países de la región que más rápido se adaptaron a la dinámica del teletrabajo. Los siguieron Brasil, Ecuador y República Dominicana. El futuro del trabajo -uno que pintaba mejor- parecía haber llegado de golpe: oficinas remotas, horarios fluidos, métodos más flexibles de supervisión. El alcance de metas semanales por encima de los lectores de huellas, las firmas de asistencia y otros métodos de control de los cuerpos. La conquista, al fin, de una jornada donde productividad y autonomía se encontraran.

Los meses, sin embargo, han debilitado los discursos triunfales: frente a las ventajas inmediatas del teletrabajo han surgido problemas psicosociales como estrés, agotamiento, depresión y desgaste ocupacional, que se suman al clima de incertidumbre por disminuciones de sueldos, recargo de tareas por recortes de personal, presión por aumentar la productividad y una indefinición de horarios que estimula la disponibilidad permanente, frente a una nueva y posible ola de despidos. Difícilmente podría ser de otra forma: el saldo de más de 50 millones de personas desempleadas y sin oportunidades laborales en América Latina en 2020 -la región hasta ahora más afectada del mundo por la pandemia- muestra un panorama con formas más precarias e inestables de trabajo.

Es un hecho: el teletrabajo permanente no es tan encantador como parecía. Atender a las demandas cotidianas del trabajo junto con las tensiones de la casa -el mantenimiento, las labores del cuidado, la escuela en casa de los hijos- es un desafío nada desdeñable. Por supuesto ya hay soluciones comerciales, propias de la mercantilización de la emergencia: ofertas de audífonos y laptops para equipar la oficina remota, hoteles que invitan a trabajar y tomar clase en la comodidad de sus instalaciones (tendencia llamada ahora workation), y hasta restaurantes que ofrecen café ilimitado, ambientes “sanitizados” y precios más bajos en el menú para atraer teletrabajadores agobiados. Propuestas que, en medio de un semáforo de contagios que no cambia y un esquema de trabajo donde los costos operativos de las oficinas -luz, internet, agua y demás- han sido trasladados al bolsillo del trabajador, lucen, por decir lo menos, insuficientes.

El problema, entonces, va mucho más allá de procurar condiciones mínimas para desarrollar las tareas. Se trata de adentrarnos en una cultura laboral que no solo está cambiando más rápido que las estructuras y los modos de hacer establecidos, sino que está inmersa en un mundo que ya tiene la hiperconexión a la red y la tecnología como pauta cotidiana. ¿Cómo entender las nuevas reglas del trabajo en una era de digitalización acelerada y aislamiento? ¿Qué puede verse en un futuro donde importan menos las relaciones laborales duraderas y más la compra-venta de aptitudes para producir rendimientos inmediatos? Son preguntas que en la región -y particularmente en México, el país con las jornadas laborales más largas del mundo- tienen hoy una resonancia mayor.

Para intentar una ruta de salida de esta problemática hay que recordar que el trabajador también “teleexiste” en una era de competitividad extrema, ansiedad e inmediatez. En consecuencia, las posibles soluciones no vendrán solo de la regulación tradicional, lenta y burocrática -Panamá, Chile, Argentina y México apenas legislaron el teletrabajo en los meses pasados-, sino desde la revisión de las prácticas más comunes de la vida contemporánea: la autoexplotación y el distanciamiento social. Si algunas tendencias apuntan a modelos híbridos de teletrabajo y presencia en la oficina en un futuro cercano y optimista, lo ya vivido en la pandemia nos deja en el fondo el mismo asunto: poner límites. Delinear los bordes que dan forma a cada vida: la privada, la escolar, la académica, la laboral y la pública.

Si cada vez es más difícil transitar por las calles, disfrutar de espacios públicos seguros, tener acceso a una vivienda más amplia y equilibrar las solitarias rutinas individuales con la participación colectiva, al menos debemos defender el derecho a la desconexión. Apagar las máquinas. Huir corporal y mentalmente del caos, aun cuando esa tarea parezca tan sencilla como desconectar los dispositivos y devolver el comedor a su lugar. En tiempos de autoexplotación voluntaria y amenaza biológica nos necesitamos más sanos. Definitivamente más sanos y no solo más productivos.

 

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