¿Tiene remedio el populismo en América Latina?

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El populismo está en todas partes, pero América Latina es su paraíso. Cristina Fernández de Kirchner se presentó sin tapaboca en la inauguración del Congreso argentino. López Obrador, en México, dice que no lo usará hasta cuando “no haya corrupción ya”. Las normas se establecen para las mayorías pero los líderes populistas están por encima de ellas. El pueblo debe ver a sus líderes y adorarlos. El “pueblo con la fe en Dios, luchando contra los Caínes”, dice Daniel Ortega, presidente de Nicaragua.

El populismo es una marea creciente. Al regreso del kirchnerismo con Alberto Fernández en Argentina y del nacionalismo mexicano de la Cuarta Transformación obradorista, se suma el de Evo Morales en Bolivia a través de su delfín Luis Arce. La ola sufrió una resaca con la elección del banquero Guillermo Lasso en Ecuador, pero podría seguir avanzando cuando Pedro Castillo, a la izquierda, o Keiko Fujimori, a la derecha, triunfe en Perú en la segunda vuelta en junio. El Grupo de Puebla, donde se reúnen los intelectuales de la izquierda populista, tiene viento en popa y le hace guiños a los primos menos presentables del populismo de izquierda: Venezuela, Nicaragua y Cuba.

¿Es el populismo el código genético del pueblo latinoamericano, el destino de su cultura, insensible a la tragedia venezolana, la decadencia argentina, el totalitarismo cubano, el sultanismo nicaragüense? ¿No pueden los latinoamericanos vivir la política sino como religión? Así creen los populistas.

¿Porque tanto populismo? Y sobre todo: ¿qué es? No hay consenso al respecto. La mejor definición es la más minimalista: el populismo es nostalgia de absoluto, homogeneidad, unanimidad, más allá de su filiación ideológica formal a la derecha o la izquierda. De ahí su impulso totalitario a borrar los límites entre individuo y comunidad, política y religión. Su avance actual es una pésima noticia en una región donde la democracia siempre ha sido endeble.

En el plano político, inclina la cancha, se apodera de las instituciones del Estado para perpetuarse en el poder. En el plano social, incita a la guerra entre ricos y pobres y lucra con el resentimiento y el odio arrojando sal sobre las heridas en lugar de curarlas. En el plano económico, sacrifica la producción a la distribución, el desarrollo a largo plazo a la dádiva inmediata, un futuro viable al consenso en el presente. Ahora que se enfrenta a la escasez y no al boom de las materias primas que años atrás le permitió a los líderes populistas liberalidades, es previsible que ofrezca recompensas morales: retórica maniquea y simbolismo revolucionario a cambio del empobrecimiento, los abusos de poder, los conflictos y las migraciones masivas que genera.

Es que el populismo de América Latina expresa en la era de las masas la visión orgánica del mundo que la forjó en la época colonial dominada por lo sagrado. Su relato repite siempre el mismo patrón: érase una vez un pueblo que vivía en paz y armonía pero cuya unidad se desmoronó a causa de una élite corrupta. No cualquier pueblo, sino el pueblo elegido de los pobres, los últimos, los nadie a la espera de un Mesías que los redima, de una figura paterna -y algunas veces también materna- a la que, por tanto, se le coloca en un pedestal de superioridad moral.

En palabras del politólogo holandés Cas Mudde, la élite se desprendió del pueblo puro amenazando su identidad, contaminando su cultura. Hasta el día que un Hugo Chávez o un Nayib Bukele, llegó a salvarlo y a llevarlo a la tierra prometida. Esa es la cultura hegemónica del populismo y los principios liberales de la ilustración apenas ha arañado su armadura. Su imagen romántica no tiene fundamento en la realidad latinoamericana de hoy.

¿Por qué sorprenderse de que sus líderes se erijan en profetas? Un patrón familiar a monoteísmos y populismos, es una impronta religiosa. Su pueblo es una comunidad de fe, su pureza, la del Edén; la corrupción es el pecado original y la caída a la historia, imperfecta y caduca.

En el humus de la religión antigua crecen sus religiones políticas. El mito del buen salvaje, decía el pensador venezolano Carlos Rangel, alimenta el del buen revolucionario. Por eso, las clases secularizadas tildan a los líderes populistas de demagogos y las masas populares los creen santos.

El momento populista -junto a la crisis que exalta su potencia mesiánica-, se origina en una mezcla de fragmentación social, desintegración cultural y desestabilización moral. Eso fueron el Caracazo en 1989, el estallido del gobierno argentino en 2001, la Operación Lava Jato brasileña en 2014. Todos estos son rasgos típicos de la modernidad, de su crónica descomposición de lazos, identidades y culturas: innovaciones tecnológicas, migraciones, abismos generacionales, nuevas fronteras éticas, modas globales, están presentes en el populismo de hoy.

Así se entienden los ciclos históricos de América Latina. Un rebote populista sigue a cada era cosmopolita y secular. Así fue con Lázaro Cárdenas en México, Getúlio Vargas en Brasil y Juan Domingo Perón en Argentina después de la era liberal, así con la Revolución cubana y sus émulos después de la ola democrática de posguerra, así desde el fin del Consenso de Washington a nuestros días. A la sociedad abierta y laica, el peronismo opuso el telurismo de la tradición católica; el chavismo, el de los caudillos rurales; el indigenismo boliviano, el etnocentrismo. El populismo no es un ave de paso en América Latina sino un actor protagonista, aunque cambie de nombre y forma.

Hasta aquí los populismos se parecen todos. Expresan, señaló Isaiah Berlin, un afán comunitario. Prometen unificar al pueblo. Pero su pueblo no es el constitucional; es histórico y moral, custodio exclusivo de una identidad. Como tal, es el único pueblo legítimo: gobernaré “con el pueblo”, declaró Nicolás Maduro frente a la derrota en las elecciones parlamentarias de 2015. Parece absurdo, pero no lo es para la lógica populista. Para ella, se trata de la eterna lucha del bien contra el mal, del pueblo de Dios contra el antipueblo. Por eso los populismos transforman la dialéctica política en guerra de religión, donde “nosotros” equivale a virtud y armonía, el pueblo angelical. “Ellos”, en cambio, son el “gusano” deshumanizado del castrismo en Cuba, el “escuálido” del chavismo.

Para sus partidarios, el populismo es la respuesta democrática a la pobreza, la desigualdad, la discriminación y una genuina reacción de los perdedores de la globalización. Como si no fueran taras antiguas, todo se remonta para ellos a las reformas de mercado de la década de 1990: la apertura comercial profundizó la brecha social, las privatizaciones aumentaron el desempleo, la liberalización financiera favoreció el crimen, la globalización de la información exacerbó la “colonización cultural”. El neoliberalismo hoy como el liberalismo antaño son causa de la ola populista, aunque sean también coartada.

Sin embargo, el populismo es más causa que efecto de esas plagas atávicas, parte del problema y no de la solución. Dejemos a un lado el caso brasileño de Jair Bolsonaro, cuya matriz evangélica y de derecha recuerda al populismo nativista y antiestatista de Donald Trump. El sueño de los populismos hispanoamericanos, los más frecuentes, es restaurar el Reino de Dios en la Tierra. Evocan el milenarismo del Antiguo Testamento. Su pueblo mítico es el buen pueblo fiel, su enemigo el mismo que destruyó la cristiandad: el liberalismo, hijo de la Reforma. De ahí el odio hacia Estados Unidos liberal y protestante: “enemigo eterno”, según Castro; “sin alma”, para Eva Perón, con “olor a zufre”, dijo Chávez.

Como ese pasado imaginado de virtud y armonía, los populismos hispanoamericanos son por tanto unanimistas: un pueblo, una nación, un líder. Toleran la división de poderes y el sistema multipartidista si es necesario, pero los pisotean cada vez que pueden, como lo demuestran en semanas recientes López Obrador en México y Nayib Bukele en El Salvador. Son jerárquicos, el orden se crea de arriba abajo, del sacerdote a los fieles o del presidente a sus seguidores. Y corporativos: todos deben ser parte de algo, familia o partido, clan o sindicato, el grupo trasciende al individuo. Su modelo es el Estado confesional que castiga a los herejes y catequiza al pueblo. “Dios está con nosotros” y “nosotros seguimos su plan”, predicaba Hugo Chávez por cadena nacional mientras se apoderaba del Estado pieza a pieza, desde el poder judicial hasta las Fuerzas Armadas. Pronto esta fórmula sería repetida por sus imitadores.

No es todo. Si el dinero socava la pureza del pueblo y si el mercado lo corrompe, se entiende que los populismos combatan la prosperidad más que la escasez, que opongan la santa pobreza a la cultura del crecimiento. Perpetúan así la miseria que dicen combatir. El escape de la pobreza nunca es para todos al mismo tiempo. Algunos lo logran, otros quedan atrapados. Lo importante es que los primeros no quiten la escalera del ascenso social para que los otros que siguen abajo puedan subirla.

Pero los populismos hacen eso, cortan los peldaños de la movilidad social cultivando la prisión identitaria donde domina el conformismo tribal. Un organismo cerrado, autárquico e indiferenciado, así es su pueblo, “el gran señor” de López Obrador, el dueño de “justicia y amor” de las veinte verdades peronistas. Los pobres tendrán así que estar orgullosos de su pobreza, garantía de moralidad e identidad. Ascender a clase media, clase “colonial”, sería traicionar el pueblo. La clase media, encerrada en una tribu excluyente, es, a su vez, la custodia de la virtud: la del “cidadão de bem” de Bolsonaro, por ejemplo.

¿Tiene remedio el populismo? Pasar de “pueblo” a “ciudadano” es un camino complejo. Mucho depende de la sociedad civil, de su capacidad para oponer la legalidad a la arbitrariedad, de desmontar las jaulas corporativas y las redes clientelares, de liberarse del ogro filantrópico, el Estado paternalista descrito por Octavio Paz. La educación y el trabajo son las claves, pero también una cierta dosis de competencia, meritocracia, desburocratización, apertura al mundo: palabras que el populismo odia. ¡Y ya basta con el culto a la pobreza!

 

Loris Zanatta es catedrático de Historia de América Latina en la Universidad de Bologna. Su obra incluye los libros Perón y el mito de la Nación católica. 1930-1943, Eva Perón. Una biografía política y, más recientemente, Fidel Castro: el último rey católico.

 

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