Vacunagate y la repetitiva traición peruana
Hace 11 días la entonces ministra de Salud del Perú, Pilar Mazzetti, anunció que el presidente Francisco Sagasti sería el primero en vacunarse contra el COVID-19 en suelo peruano. Su inoculación iba a simbolizar el triunfo contra los pesimistas y los antivacunas, la confianza en que la vida le gana el piso a la muerte y la soledad. Pero representó otra cosa: la predecible tomadura de pelo, la repetitiva traición peruana.
Más de 400 personas, entre ellas varios funcionarios y representantes del sector privado, habían recibido en silencio al menos una dosis de la entonces candidata a vacuna de la empresa china Sinopharm antes que Sagasti. Mazzetti ya había recibido las dos.
En la lista figura personal que participaría en los ensayos científicos de este medicamento, pero también personas que prefirieron usar su influencia porque creían que el Estado iba a ser muy lento para atenderlos con la prioridad que creían merecer o porque, en su papel de servidores públicos, no eran capaces de hacer funcionar a buen ritmo la maquinaria estatal.
“Cedí ante la inseguridad y mis miedos”, ha escrito Mazzetti para justificar sus actos. El miedo ante el COVID-19 puede gatillar conductas individuales erráticas y cuestionables. Pero la magnitud de los hechos revela algo más abismal: la crisis institucional peruana es tan profunda que, en el momento más duro de nuestra historia, la clase dirigente pondrá en pausa al país para salvarse, pues desconfían de su propia capacidad de llevar adelante un proceso de inmunizaciones eficiente.
No todos son así, evidentemente. Sin embargo, esto evidencia que hay quienes tiraron la toalla en priorizar al personal más expuesto y vulnerable. No confiaron en que respetar las reglas nos lleve hacia adelante. Más bien, recayeron en la vieja tradición del compadrazgo. Al fin de cuentas, Mazzetti no se vacunó sola, sino hasta a su chofer; y el nuncio apostólico fue parte como “consultor en temas éticos”. La frase más honesta para describir la situación es lo dicho por Germán Málaga, el médico encargado de la investigación: “No se trata de privilegios, se trata de que así funcionan las cosas”.
El escándalo de #Vacunagate empezó a desencadenarse a partir del hombre que decía representar la lucha anticorrupción: el expresidente Martín Vizcarra. Su inmunización -producida antes de su vacancia en noviembre de 2020- se conoció por un destape periodístico, y no por confesión del hombre que hoy postula al Congreso, en medio de investigaciones por hechos de corrupción.
Allí donde el lenguaje encuentra una esquina, Vizcarra calificó este hecho como valiente, argumentando que había formado parte del grupo de voluntarios del ensayo clínico. La Universidad Cayetano Heredia, una de las encargadas de monitorear estas pruebas en Perú, emitió un comunicado en el que lo desmiente. Por el contrario, él, su esposa y su hermano mayor fueron beneficiarios de esta “cortesía”.
El eslogan de la campaña que Vizcarra machacó durante su manejo de la pandemia fue “Primero mi salud”, una frase dirigida al cuidado individual antes que a conseguir logros colectivos. Vizcarra puso, en efecto, primero su salud, mientras fracasaba en cerrar contratos con farmacéuticas para la importación de las vacunas. No ha sido valiente ni siquiera para reconocer sus actos.
Vizcarra no ha contagiado honestidad, pero sí la capacidad de torcer el idioma. Rabia es la palabra que usa para describir lo que siente mi compañera de cuarentena cuando vuelve a leer la carta de Elizabeth Astete, exministra de Relaciones Exteriores del Perú, en la que confiesa que fue vacunada -en secreto- contra el COVID-19 en enero.
En su justificación, Astete estira el castellano para darle una nueva acepción a la palabra lujo: “Al haber asumido la estrategia de negociación para la adquisición de las vacunas, desde finales del mes de noviembre del 2020, no podía darme el lujo de caer enferma”.
El castellano, antes de su transformación este fin de semana, reservaba el uso de esta palabra para situaciones de opulencia, de naturaleza voluntaria. No para la enfermedad que ahoga al mundo ni la búsqueda desesperada de oxígeno, mucho menos para la angustia que han vivido miles de familias al no encontrar camas disponibles en los hospitales.
Aunque la ética médica puede cuestionar la aplicación de una vacuna que empezó a inocularse antes de haber sido aprobada, es cierto que el país hubiera entendido la necesidad de proteger a los principales tomadores de decisiones durante la pandemia si esto se hacía de forma pública y transparente; y se aprovechaba el lote para proteger a médicos de primera línea.
Astete, Mazzetti y los otros funcionarios vacunados no eran aves de paso en el servicio público; conocían al Estado y sus limitaciones. Tenían carreras públicas a las que han renunciado, y en las que han caído en conflictos de interés, pues varios de ellos eran funcionarios importantes en las negociaciones de las vacunas.
En 1982, la cantautora Chabuca Granda describía la peruanidad con tal vigencia que sus palabras fueron recordadas ayer . “Ser peruana es tener una angina […] es tener algo malo y crónico, un dolor de siempre… ¿Qué es ser peruano? De repente es no creer”, le respondía al periodista César Hildebrandt en el diario Expreso. En frases de nuestros tiempos, podría decirse que ser peruano es vivir una relación tóxica con la política.
¿Por qué iba a ser diferente el final de un periodo en el que nos acostumbramos a que lo único predecible en el Perú era que más temprano que tarde llegaría la traición de las más altas autoridades? Desde 2016, vimos el descubrimiento de los grandes sobornos que implicaron a los expresidentes Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala en el Caso Lava Jato, y cómo intentaron huir de sus responsabilidades. También vimos a Pedro Pablo Kuczynski indultar a Alberto Fujimori,por su beneficio personal. ¿Por qué Vizcarra iba a ser diferente en medio de tanta precariedad institucional?
Ninguna sanción que reciban los vacunados irregularmente -sea la destitución o las consecuencias penales- será comparable con el beneficio que lograron: asegurar sus vidas. La única herramienta que quedará para evitar algo similar en el futuro y construir un país viable será memorizar la lista de los 487 nombres.
Jonathan Castro es reportero político y de investigación. Actualmente trabaja en el diario ‘El Comercio’ de Perú.