El sistema es un gran invento del mundo moderno, pero es un proyecto aún en proceso
La democracia es la peor forma de Gobierno, excepto todas las otras, habría dicho Winston Churchill, palabras más, palabras menos. Y ahora vemos por qué. España se debate en una crisis política por la fragmentación del voto. Toda vez que no hay segunda vuelta y un Congreso formado por minorías debe elegir al jefe de Gobierno, existe el riesgo de que la próxima Administración termine siendo una versión de las efímeras, débiles y confusas presidencias italianas de los últimos años.
En Estados Unidos, los republicanos siguen secuestrados por un candidato bocazas, Donald Trump, incapaz de ganar la presidencia pero con la suficiente habilidad para modificar la agenda de campaña a punta de improperios.
En México los procesos electorales son rehenes de un partido, el Verde, diseñado para institucionalizar la corrupción política, al estar blindado contra la penalización de sus reiteradas violaciones y la imposibilidad de impedir el esquema de prebendas del que este partido se beneficia.
Al igual que en España, la fragmentación del voto amenaza con convertir al próximo presidente mexicano, cualquiera que este sea, en un representante de minorías. Con la división de la izquierda en Morena y PRD, y la probable presencia de candidatos independientes, el ganador podría llevarse la contienda con poco más del 25% de los votos. Y si a esto añadimos que el abstencionismo ronda un 40% del padrón electoral, el próximo presidente podría asumir el poder gracias al sufragio de apenas uno de cada siete mexicanos: los seis restantes no habrían votado por él (o ella).
Ciertamente, la democracia electoral apesta. Y eso por mencionar sólo los entrampamientos institucionales. Mucho más grave es la perversión de la noción original de un Gobierno de ciudadanos. En las sociedades occidentales, la contienda electoral comienza a parecerse demasiado a una batalla de recaudación de fondos de campaña. Las agendas de los candidatos cada vez dependen más de las exigencias dictadas por el cabildeo de las grandes corporaciones, verdaderas patrocinadoras de los aspirantes al poder.
Y por otra parte, la clase política se ha convertido en un gremio mucho más interesado en protegerse a sí mismo que en canalizar los intereses de sus representados. Obstaculizan la rendición de cuentas, abogan por la opacidad, se reparten en cuotas partidistas las posiciones destinadas a la sociedad civil, se protegen entre ellos. En suma, salvo por la jornada electoral, la vida pública tiene muy poco de democrática en la gran mayoría de las sociedades occidentales, particularmente allá donde el tejido institucional no ha madurado lo suficiente como para contrarrestar la autonomía de la clase política.
Y sin embargo, es lo que hay. Los excesos de la dictadura, de la monarquía, de los Estados religiosos o comunistas convierten en pecados veniales las fallas de los sistemas democráticos. Tiene algo mágico y fascinante el hecho de que una fracción de la élite abandone el poder porque los ciudadanos así lo determinan, como acaba de suceder en Argentina o pasó en México en 2000 y en 2012. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad fue un tema que solía resolverse con grandes dosis de sangre y fuego.
Y desde luego no es lo mismo el entrampamiento que padece España, justamente por una fragmentación del voto de los ciudadanos, que los fraudes electorales que no hemos podido desterrar en México, o el daño por el cabildeo millonario que ha prostituido las campañas en Estados Unidos. La democracia es un gran invento del mundo moderno, pero es un proyecto aún en proceso. Es frágil, imperfecta y tiene serios problemas de diseño. Pero no tenemos otra alternativa que perseverar en ella, asumir los costos del aprendizaje y profundizarla. Lo demás es el abismo.