Fidel Castro, sin él nada en Cuba volverá a ser igual

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Foto: BBC

Se podría empezar diciendo que se ha ido el último gran líder del siglo XX: el último protagonista vivo de la Guerra Fría. Que su fallecimiento amputa la historia de las izquierdas latinoamericanas: deja huérfanos políticos a lo largo y a lo ancho del continente, incluso del planeta. Que algunos lo llorarán como a un prócer y que otros -los menos- desearían bailar sobre su tumba. Retirado del poder desde 2006, Fidel Castro pasó sus últimos años entre la convalecencia por su enfermedad, esporádicas apariciones, duros momentos por la muerte de amigos como Hugo Chávez y Gabriel García Márquez e históricos acontecimientos como el “deshielo” entre Cuba y Estados Unidos.

La grave dolencia intestinal que el mismo Fidel Castro declaró secreto de Estado y que llegó a ponerle entre la vida y la muerte convirtió al “comandante en jefe” de la revolución cubana en un “soldado de las ideas” que cambió su legendario uniforme verde olivo por la indumentaria deportiva con la que se le vio en sus años de jubilación. Ese “soldado de las ideas” lo mantuvo muy ocupado durante los últimos años de su vida en largos consejos a sus aliados políticos latinoamericanos: Néstor Kirchner, Hugo Chávez, Lula, el propio Evo Morales, Cristina  Fernández, Rafael Correa y Nicolas Maduro.

Como si él mismo hubiera elegido la fecha: también fue un 25 de noviembre, pero de 1956, cuando 82 jóvenes exiliados cubanos soltaron amarras en las costas de Veracruz, México, y partieron a bordo de un yate, el célebre Granma, hacia su isla natal para hacer la revolución. Comandaba Castro lo secundaban el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, deidades del socialismo que, a diferencia de Fidel, tuvieron la dicha de morir jóvenes, impolutos, sin tiempo para errar.

Aun con sus vaivenes políticos e ideológicos, aquel joven abogado, nacido en el seno de una familia acomodada de la provincia oriental de Holguín, militante del viejo Partido Ortodoxo, revolucionario pero nacionalista, tenía poco que ver con el socialismo. Castro asumiría las banderas rojas algunos años después, en el ejercicio del poder, al compás del enfrentamiento con su perfecto enemigo: los Estados Unidos. Esa historia es conocida: la rivalidad entre el “imperio” y el líder cubano llegó a hacer plausible el estallido de una guerra nuclear.

Como líder de Cuba, Castro sobrevivió a diez presidentes estadounidenses: Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo. No alcanzó a coexistir en el poder con Barack Obama: en 2006, cedió el mando a Raúl, artífice del llamado “deshielo” entre La Habana y Washington. Ya alejado de la gestión cotidiana, Fidel sí llegó a presenciar la caída en desgracia de Obama y el desconcertante ascenso de Donald Trump, acaso el exponente más fiel del “capitalismo feroz” que Castro decía aborrecer. Desde el plano intelectual, Fidel basaba su sistema de creencias en la combinación de una filosofía política marxista y los valores religiosos adaptados a la revolución.  Luego de anunciar en 1959 el comienzo de la Revolución desde el balcón del Ayuntamiento de Santiago de Cuba, atrajo a los intelectuales de izquierda de todo el mundo. Personajes de la talla, Jean-Paul Sartre, Marguerite Duras, Jorge Semprún, y Simone de Beauvoir se acercaron al flamante castrismo en los años ’60 aunque tiempo después comenzaría la ruptura.

Tras dos años de haber terminado con el régimen de Fulgencio Batista, Castro endureció los límites de la libertad de expresión y proclamó: “En la Revolución todo, contra la Revolución, nada”. En este marco, su Gobierno liquidó la libre circulación de ideas lo que provocó una ruptura con los pensadores “militantes”. Sartre decidió enviar una crítica carta firmada por más de 50 intelectuales contra su totalitarismo de Estado. ¿Cuál fue la respuesta? Castro respondió calificándolos de “agentes de la CIA” y les prohibió la entrada a Cuba de forma indefinida.

Algo similar ocurrió con la intelectualidad latinoamericana, de la cual uno de los pocos que mantuvo su relación con el castrismo fue Gabriel García Márquez.

A partir de la crisis del Partido Comunista en los ’60, Fidel empezó a jugar su propio juego internacional, movido más por su ego que por la ambición económica. No se conformaba con ser un líder revolucionario cubano, quería encabezar la revolución mundial. Durante tres décadas promovió y apoyó a las guerrillas en toda América Latina. La idea del Che Guevara de hacer de la cordillera de los Andes una enorme Sierra Maestra se tradujo en la consigna con la que marchaban los jóvenes en las manifestaciones: “Cuál fue la consigna del Comandante Che Guevara… Crear un, dos, tres Vietnam”.

Fidel fue el único mandatario latinoamericano que participó militarmente en otros continentes. En 1963 mandó a Argelia a tropas regulares cubanas en la Guerra de las Arenas. Después, ordenó la intervención militar masiva en Angola, que movilizó hasta 300 000 hombres en apoyo al Movimiento Para la Liberación de Angola. Tropas cubanas participaron también en Eritrea, Namibia y en Etiopía. Normalmente los países que intervienen en esas disputas obtienen buenos dividendos en petróleo, diamantes o dinero. La participación cubana expresa mucho la personalidad de Fidel: no obtuvo nada. Pretendía imponer sus ideas y no conseguir beneficios económicos.

Ahora que el líder de la revolución socialista ha muerto mucho se especula sobre su fortuna. La revista Forbes ha publicado que Fidel dejó una herencia que bordea los US $ 900 millones. Pero fiel a su estilo de austeridad aparente del mundo en el que vivía cuando el 2006 el director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramolet le consultó sobre su salario dijo textual: “El salario mío, al cambio de 25 pesos por un dólar, es de 30 dólares mensuales. Pero yo no me muero de hambre. Yo pago lo del Partido, lo otro, un tanto por ciento, desde el principio, por lo del alquiler, se pagaba creo que el 10 por ciento. (…) Ayudo a una tía, por parte de mi madre, uno de cuyos hijos murió en la guerra, eso antes de que hubiera aquí retiro, porque el Ejército Rebelde no cobró como en seis meses”. Esa es apenas una de las tantas contradicciones que se lleva a la tumba el hombre que indiscutiblemente fue parte esencial de los cambios fundamentales que con su pensamiento y obra sucedieron la política mundial en la última mitad del siglo XX.