Romero se va después de permitir un poco de todo

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Una rareza tan imperfecta debió concluir con otra rareza también imperfecta. Las elecciones de 2019 derivaron en un asunto de muerte; el proceso que debió seguir casi inmediatamente -que no se dio- era la convocatoria violenta a nuevas elecciones. Se nombró al presidente del órgano electoral que recayó en Salvador Romero y allí comenzaron las disquisiciones de la gruesa política delirante que alentó la postergación del proceso; luego la pandemia mandó al tacho cualquier posibilidad de sostenerlo. Los demonios danzaron, Jeanine entre ellos y se prorrogaron con enjuague bucal, o sea, se lavaron la boca y se declararon ganadores antes de tiempo.

Salvador Romero jugó al barajo en un clima extraordinario. Entre postergaciones y más, al fin y al cabo, todos se sentían cómodos, mientras más tiempo en el poder mejor. Ese razonamiento simple como la mona los llevó a todos a admitir sensaciones de poder, admitir sensaciones de triunfo. No advirtieron que la gestión de la pandemia resultaría un arma de doble filo, mientras la capacidad de transmisión del presidente del órgano electoral transitaba el barómetro, midiendo para no equivocarse en un terreno minado.

Las elecciones de octubre de 2020 fueron un punto culminante y ni que decir su resultado. Romero dio varios pasos en falso deslindando responsabilidades, impugnaciones, cediendo lo que no debía ceder, permitiendo la difusión de encuestas que marcaron a fuego el resultado final; se va después de las subnacionales y de la segunda vuelta en cuatro departamentos, como si nada hubiera pasado, convertido en el Salvador. Mesa desde su cama de enfermo lo sigue apuntando como el mejor, el más idóneo. El MAS lo descalifica sabiendo que fue el más necesario de todos, que permitió de todo un poco para sostener la candidatura de Luis Arce. Romero se va con muchas dudas, sobre el papel indefinido de Mesa que aplaude y Evo que, cuando no, critica y es por algo.