¿Estamos preparados para la destrucción creativa de la IA?
En lugar de confiar ciegamente en teorías elegantes pero simplistas sobre la naturaleza del cambio histórico, necesitamos concentrarnos urgentemente en cómo la próxima ola de innovación disruptiva podría afectar nuestras instituciones sociales, democráticas y cívicas. Si se lo dejamos a los emprendedores tecnológicos corremos el riesgo de causar más destrucción –y menos creación– de lo que esperábamos.
El antiguo concepto chino del yin y el yang da testimonio de la tendencia de los seres humanos a ver patrones de opuestos entrelazados en el mundo que nos rodea, una predilección que se ha prestado a diversas teorías de ciclos naturales en los fenómenos sociales y económicos. Así como el gran filósofo árabe medieval Ibn Khaldun vio la trayectoria del colapso final de un imperio impresa en su ascenso, el economista del siglo XX Nikolai Kondratiev postuló que la economía global moderna se mueve en superciclos de “ondas largas”.
Pero ninguna teoría ha sido tan popular como aquella que, desde la época de Karl Marx, vincula la destrucción de un conjunto de relaciones productivas con la creación de otro. En 1913, el economista alemán Werner Sombart observó que “de la destrucción surge un nuevo espíritu de creación”.
Fue el economista austríaco Joseph Schumpeter quien popularizó y amplió el alcance del argumento de que las nuevas innovaciones sustituyen perennemente a las tecnologías que antes dominaban y derriban a los viejos gigantes industriales. Muchos científicos sociales se basaron en la idea de Schumpeter de la “destrucción creativa” para explicar el proceso de innovación y sus implicaciones más amplias. Estos análisis también identificaron tensiones inherentes al concepto. Por ejemplo, ¿la destrucción trae consigo la creación o es un subproducto inevitable de la creación? Más concretamente, ¿es inevitable toda destrucción?
En economía, las ideas de Schumpeter formaron la base de la teoría del crecimiento económico, el ciclo del producto y el comercio internacional. Pero dos acontecimientos relacionados han catapultado el concepto de destrucción creativa a un pedestal aún más alto en las últimas décadas. El primero fue el éxito arrollador del libro de 1997 de Clayton Christensen, profesor de la Escuela de Negocios de Harvard, El dilema del innovador, que planteaba la idea de la “innovación disruptiva”. Las innovaciones disruptivas surgen de nuevas empresas que persiguen modelos de negocio que las empresas establecidas han considerado poco atractivos, a menudo porque sólo atraen al extremo inferior del mercado. Como las empresas establecidas tienden a seguir comprometidas con sus propios modelos de negocio, se pierden “la próxima gran ola” de tecnología.
El segundo acontecimiento fue el ascenso de Silicon Valley, donde los empresarios tecnológicos hicieron de la “disrupción” una estrategia explícita desde el principio. Google se propuso el negocio de las búsquedas en Internet y Amazon se propuso disrumpir el negocio de la venta de libros, seguido por la mayoría de las demás áreas del comercio minorista. Luego llegó Facebook con su mantra de “muévete rápido y rompe cosas”. Las redes sociales transformaron nuestras relaciones sociales y nuestra forma de comunicarnos de un solo golpe, personificando tanto la destrucción creativa como la disrupción al mismo tiempo.
El atractivo intelectual de estas teorías reside en transformar la destrucción y la disrupción de costos aparentes en beneficios obvios. Pero mientras Schumpeter reconoció que el proceso de destrucción es doloroso y potencialmente peligroso, los innovadores disruptivos de hoy sólo ven beneficios para todos. Por eso, el capitalista de riesgo y tecnólogo Marc Andreessen escribe: “El crecimiento de la productividad, impulsado por la tecnología, es el principal motor del crecimiento económico, el crecimiento salarial y la creación de nuevas industrias y nuevos empleos, ya que las personas y el capital se liberan continuamente para hacer cosas más importantes y valiosas que en el pasado”.
Ahora que las esperanzas en materia de inteligencia artificial superan incluso las de Facebook en sus inicios, sería bueno reevaluar estas ideas. Es evidente que la innovación a veces es disruptiva por naturaleza, y el proceso de creación puede ser tan destructivo como lo imaginó Schumpeter. La historia muestra que la resistencia inquebrantable a la destrucción creativa conduce al estancamiento económico. Pero de ello no se sigue que la destrucción deba celebrarse. En cambio, deberíamos verla como un costo que a veces se puede reducir, sobre todo mediante la creación de mejores instituciones para ayudar a los que salen perdiendo, y a veces mediante la gestión del proceso de cambio tecnológico.
Pensemos en la globalización. Si bien genera importantes beneficios económicos, también destruye empresas, empleos y medios de vida. Si nuestro instinto nos lleva a celebrar esos costos, tal vez no se nos ocurra tratar de mitigarlos. Y, sin embargo, hay mucho más que podríamos hacer para ayudar a las empresas afectadas negativamente (que pueden invertir para expandirse a nuevas áreas), asistir a los trabajadores que pierden sus empleos (mediante capacitación y una red de seguridad) y apoyar a las comunidades devastadas.
No reconocer estos matices abrió la puerta a la destrucción creativa y la disrupción excesivas que Silicon Valley nos ha impuesto en las últimas décadas. De cara al futuro, tres principios deberían guiar nuestro enfoque, especialmente en lo que respecta a la IA.
En primer lugar, como en el caso de la globalización, ayudar a quienes se ven afectados negativamente es de suma importancia y no debe ser una idea de último momento. En segundo lugar, no debemos suponer que la disrupción es inevitable. Como he sostenido anteriormente, la IA no tiene por qué conducir a una destrucción masiva de empleos. Si quienes la diseñan y la implementan lo hacen sólo con la automatización en mente (como desean muchos titanes de Silicon Valley), la tecnología sólo creará más miseria para los trabajadores. Pero podría tomar caminos alternativos más atractivos. Después de todo, la IA tiene un inmenso potencial para hacer que los trabajadores sean más productivos, por ejemplo, proporcionándoles mejor información y equipándolos para realizar tareas más complejas.
El culto a la destrucción creativa no debe hacernos perder de vista estos escenarios más prometedores ni el camino distorsionado en el que nos encontramos actualmente. Si el mercado no canaliza la energía innovadora en una dirección socialmente beneficiosa, las políticas públicas y los procesos democráticos pueden hacer mucho para reorientarla. Así como muchos países ya han introducido subsidios para alentar una mayor innovación en energías renovables, se puede hacer más para mitigar los daños de la IA y otras tecnologías digitales.
En tercer lugar, debemos recordar que las relaciones sociales y económicas existentes son sumamente complejas. Cuando se alteran, pueden surgir todo tipo de consecuencias imprevistas. Facebook y otras plataformas de redes sociales no se propusieron envenenar nuestro discurso público con extremismo, desinformación y adicción, pero en su afán por alterar nuestra forma de comunicarnos, siguieron su propio principio de actuar con rapidez y luego buscar el perdón.
Necesitamos urgentemente prestar mayor atención a cómo la próxima ola de innovación disruptiva podría afectar nuestras instituciones sociales, democráticas y cívicas. Para aprovechar al máximo la destrucción creativa se requiere un equilibrio adecuado entre las políticas públicas a favor de la innovación y el aporte democrático. Si dejamos que los empresarios tecnológicos se encarguen de salvaguardar nuestras instituciones, corremos el riesgo de sufrir una destrucción mayor de la que esperábamos.