La invasión de los algoritmos

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Foto: Adam Glanzman para The New York Times

Nuestra realidad ha invertido la lógica de Blade Runner: somos nosotros, los humanos, quienes tenemos que demostrar constantemente que no somos seres artificiales.

Llevamos una década seleccionando en nuestras pantallas la casilla “No soy un robot” de los dos primeras versiones del programa reCatpcha, porque hemos asumido como normal que nos obliguen a realizar sumas, reproducir caracteres o identificar coches o escaparates en imágenes de Google Street View para demostrar que existimos en este lado de la pantalla.

Pronto llegará reCatpcha 3,0 y nos libraremos finalmente de esa tortura. Gracias a ella nuestra humanidad será finalmente reconocida por un gesto manual (a través del ratón). Más de un siglo después del descubrimiento de la absoluta singularidad de nuestras huellas dactilares, tiene que llegar un software para recordarnos que en las manos está eso que -a falta de una palabra mejor- llamamos alma.

Como no se conforman con poseer nuestros datos, nuestros movimientos y nuestras caras, las grandes empresas tecnológicas han patentado durante los últimos años algunos de nuestros gestos. Se han apropiado de los que tienen que ver con la lectura en las pantallas y con la manipulación de dispositivos táctiles.

Una encantadora y terrible coreografía del artista francés Julien Prévieux ha recogido toda esa gestualidad privatizada. La danza nos recuerda que regalamos nuestras manos para que las corporaciones interpreten una nueva música, digital y terriblemente rentable, que se transforma en dinero en el momento en que lo virtual, que ya es real, se vuelve doblemente real. Físico, objeto, cuerpo.

Mientras que los auténticos robots siguen siendo invisibles, pues se encuentran en las plantas de producción de las fábricas más avanzadas y en los quirófanos (sobre todo como grandes brazos mecánicos), o en la nube (en forma informe de inteligencias artificiales), nuestra vida cotidiana se ha ido llenando de ecos de robots, de fantasmas, de embajadores.

En la tienda del Real Madrid se puede comprar la camiseta con el número 29, sobre el cual se ha impreso el apellido Hunter. Ningún jugador en el Santiago Bernabéu lleva ese nombre: Alex Hunter solamente existe en el videojuego FIFA. Pero tanto la tela como los 85 euros que cuesta la camiseta son muy reales.

Amy Winehouse volverá próximamente a los escenarios en forma de holograma. Y la televisión oficial china acaba de hacer público a Zhang Zhao, su primer presentador virtual, que es capaz de estar ininterrumpidamente en antena, informando sobre todas y cada una de las noticias que vayan surgiendo, gracias a su inteligencia artificial.

Cincuenta años exactos después de 2001: Una odisea del espacio, Hal comienza a ser real. No tiene una única voz ni un único cuerpo, se manifiesta por todas partes. A finales de octubre se subastó en Christie’s El retrato de Edmond Belamy, un retrato borroso de un hombre menos real que la fórmula que lo creó y que firma el cuadro: “Min (G) max (D) Ex [log (D (x))] + Ez [log (1-D (G (z)))]”.

Los 432.500 dólares se los embolsaron los “emprendedores” del colectivo Obvious: Hugo Caselles-Dupré, Pierre Fautrel y Gauthier Vernier. No hay duda de que el dinero es lo que provoca la existencia de Alex Hunter, Zhang Zao, el fantasma de Amy o la fórmula que no voy a cortar ni a pegar de nuevo. Por eso no sorprende que fuera ING, una multinacional bancaria, quien patrocinara el proyecto “The Next Rembrandt”: a partir del análisis en profundidad de toda la obra del pintor flamenco, un programa creó en 2015 un nuevo cuadro, original, perfecto, falso, no obstante verdadero.

Pilar Carrera y Jenaro Talens nos recuerdan en El relato documental que el cine abre, desde el primer minuto de su existencia, una grieta entre realidad y pantalla: fueron los hermanos Lumière quienes provocaron el big bang “haciendo huir despavoridos a los espectadores que pensaban que un tren los iba a atropellar en la sala de butacas del cine”. Era 1895 y entonces “empezó la confusión entre las imágenes y los hechos”, entre la realidad y la pantalla que empezó representándola y ha acabado por suplantarla.

Concluyen los autores que no hay que preocuparse: “Todo eco sigue necesitando una voz”. Pero en el inminente escenario de la conexión por internet de personas y objetos, de la monitorización constante no solamente del exterior de los cuerpos sino también de su interior, de la informática cuántica y de las superinteligencias, por primera vez en dos milenios y medio el mito de la caverna de Platón llega a una posible fecha de caducidad.

Fue válido para la filosofía antigua y para la pintura moderna; explicó metafóricamente la fotografía y el cine; recorrió la ciencia ficción al menos hasta Matrix; pero en estos últimos años ha comenzado a entrar en crisis. Porque la tradicional dependencia entre la sombra y el modelo ha empezado a derivar hacia una progresiva autonomía.

La voz de Siri en español es la de Iratxe, una profesora vasca; pero cada vez será más difícil diferenciar las voces y los ecos.

En Vida 3.0. Qué significa ser humano en la era de la inteligencia artificial, uno de los máximos expertos mundiales en el problema, Max Tegmark dibuja varios escenarios de futuro. Los dos más probables son el de la coexistencia pacífica entre humanos y unas “IA amigables” y el de la extinción de la humanidad tras ser “remplazada por la IA (escenarios de dominadores y descendientes)”.

Durante los últimos doscientos años (si partimos de Frankestein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley) o los últimos ochenta (si la semilla está en el primer robot humanoide, Elektro), ese horizonte ha sido lejano y, sobre todo, ficticio.

Pero cuando toda la ropa que vistamos esté conectada a internet y no haya paso, latido, sudoración, pestañeo ni segundo de sueño que no sea procesado y traducido, a ver quién se atreve a llevar una camiseta que diga “Yo no soy un robot”.

Durante décadas los hemos imaginado como cuerpos ajenos, sin sospechar que ellos iban a ser nosotros, que en el siglo XXI iba a cobrar pleno sentido aquello que Arthur Rimbaud escribió en una carta de 1871: “Yo es otro”.