Los ordenadores juegan un papel determinante en el poder científico y geoestratégico
Los planes de Jack Dongarra (72 años el próximo mes de julio) pasaban por convertirse en profesor de instituto en su Illinois (Estados Unidos) natal. En su último año de carrera, sin embargo, los ordenadores se interpusieron en su camino: recibió una beca en uno de los principales laboratorios nacionales de investigación en ciencia e ingeniería, el Argone National Laboratory. “Ahí fue cuando me enamoré de ellos”, asevera humilde y risueño en una videoconferencia desde el sótano de su domicilio en el estado de Tennessee. Medio siglo después, los trabajos de programación de este científico le ha hecho acreedor del último Premio Turing por “conceptos y métodos pioneros que han dado lugar a cálculos computacionales que han cambiado el mundo”. Este galardón está dotado con un millón de dólares (financiados por Google) y es considerado por muchos como algo así como el Nobel de la Informática. “Es un honor muy grande que no esperaba. Mi cabeza aún da vueltas”, admite.
Predicción meteorológica, astrofísica, estudio de enfermedades, cambio climático, simulación de accidentes de tráfico, guerras… La potencia de los superordenadores o computadoras de alto rendimiento ha explotado en la última década, y son pocos los ámbitos en los que no ejerzan una influencia decisiva. “La supercomputación nos toca a todos los ciudadanos: hoy en día, son los ordenadores los que impulsan a la ciencia”, sentencia Dongarra. “Simulamos cosas, desarrollamos modelos y después estos nos permiten predecir qué es lo que va a suceder”. Lo permiten estos superaparatos, “máquinas de precisión”, en su opinión, “a la altura de telescopios como el Hubble o el James Webb”.
La ley de Moore —la aseveración lanzada en 1965 por el cofundador de Intel, Gordon Moore, que consistía en que el número de transistores en un chip se duplica cada dos años— explica la explosión de la computación en los últimos 40 años. Pero de nada habría servido esta potencia exponencial si no hubiese existido un sistema operativo sobre el que funcionar. Y es ahí donde emergen la figura del reciente premio Turing y sus contribuciones a los algoritmos y a las bibliotecas —estas últimas constituyen la base de la programación moderna: funcionan como una especie de software de apoyo para otros programas y sin ellas, los programadores tendrían que estar reescribiéndolo todos los programas continuamente— que permitieron que estos lenguajes hayan podido seguir el ritmo de las mejoras exponenciales del hardware.
Bagaje académico
El bagaje académico y escolar de Dongarra se aprecia cuando trata de explicar en la fuerza de un aparato de estas características. “Es difícil imaginar lo rápidas que son estas máquinas”, asevera. Actualmente, la más potente del planeta se llama Fugaku, es propiedad de Fujitsu y está alojada en Tokio. Su potencia asciende a los 415.000 teraflops (TFLOPS). Los FLOPS—operaciones de coma flotante por segundo—, son la magnitud usada para retratar el altísimo rendimiento de estos equipos. El Fugaku, poor lo tanto, es capaz de 415.000 billones de operaciones por segundo.
“El ordenador japonés es increíblemente rápido”, admite. Y, sin embargo, a su reinado puede quedarle poco. El que previsiblemente va a convertirse en el ordenador más veloz del mundo se está construyendo en el Oak Ridge National Laboratory, a poco más de 80 kilómetros de donde reside Dongarra. Será el primer aparato del mundo capaz de superar el exaFLOP (un trillón de operaciones por segundo), una instalación que ocupará la superficie equivalente a dos campos de tenis y ha costado 600 millones de dólares solo en electrónica. Su potencia equivaldrá a 10 millones de veces la de un aparato de sobremesa convencional, que necesitaría 20.000 años para llevar a cabo lo que el nuevo supercomputador ejecuta en un día.
La pelea por incrementar la cantidad de FLOPS en cada máquina se ha convertido en una batalla entre potencias. ”Hay una pelea entre EE UU y China para tener estos mejores ordenadores”, explica. “Los ordenadores juegan un papel determinante en el poder científico y otorgan poder geoestratégico. Por eso hay un gran interés aquí, en la UE o Japón para desarrollarlos”. Y en China. Este país “se ha volcado en ellos. En 2000 no tenían de este tipo. Hoy, dominan y tienen más ordenadores en la lista que EE UU”. Dongarra sabe de lo que habla. Fue uno de los cinco creadores de Top500, la organización que mide la velocidad de estas máquinas y, sobre todo, es también el autor del software Linpack allá por 1976, el programa estándar usado para medir la potencia de estas supermáquinas.
La guerra es uno de los principales usos de estos aparatos. “Hay muchos intereses en la defensa y los supercomputadores en este aspecto”, admite. “Como cualquier nueva tecnología”, asevera, “puede ser usada tanto para findes positivos como para negativos. La diferencia entre un reactor nuclear y una bomba atómica es muy pequeña desde el punto de vista matemático. Los ordenadores pueden servir para mejorar nuestra habilidad para entender cosas, pero al final, su utilización lo determinan sus propietarios”, recalca. “¿Hemos desarrollado la suficiente ética para mover las cosas en una u otra dirección en cuestiones como los superordenadores o la inteligencia artificial? Pues no lo sé, esa una pregunta política”.
Dongarra ha desarrollado toda su carrera en el ámbito académico y en centros de investigación públicos. “He hecho de consultor para empresas privadas, pero me siento cómodo aquí. Nunca he estado demasiado interesado en trabajar para una compañía. Como profesor tengo flexibilidad para trabajar en lo que yo considero interesante, y enseñárselo a mis estudiantes. Si trabajase en una empresa estaría obligado a trabajar en sus productos, tendría a alguien diciéndome qué es importante”.
¿Piensan las nuevas generaciones como él? No especialmente, según su respuesta. “Tengo una gran preocupación respecto a las grandes compañías como Google, Facebook, Microsoft o Amazon en EE UU. Tienen una inmensa cantidad de recursos para desarrollar sus productos, su financiación es prácticamente infinita. Por eso, pueden llevarse todo el talento con sueldos astronómicos y opciones sobre acciones que yo no puedo ofrecer, y eso dificultado enormemente encontrar a la gente adecuada”.
Y tras el Turing, el retiro. O algo parecido. “La jubilación es una palabra curiosa”, ríe al ser preguntado. “Dejo de dar clases, eso sí”, explica, “Me quito los aspectos más aburridos, pero mantengo mi despacho, seguiré investigando, podré contar con estudiantes, optaré a becas…”. En definitiva: “No, no me voy a dedicar a jugar al golf”.