La doble moral de nuestros gobiernos

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Si eres de Latinoamérica quizás reconozcas una serie de dobles estándares de tu gobierno, por ejemplo: se persiguen actos de corrupción del pasado pero se justifican los de sus aliados.

 

La explicación fue excusa. Un medio publicó unos videos de Pío López Obrador, hermano del presidente de México, recibiendo dinero en efectivo de un operador político. Todos esperamos los pasos siguientes: escándalo, mea culpa, renuncias, investigaciones. Por ahora, no pasó nada.

Pío no se excusó ni pío y Andrés Manuel López Obrador puso paños fríos con velocidad de apagaincendios entrenado: que el dinero era menos que en sonados casos de corrupción -como si los principios se midieran por cantidad de billetes- y que las bolsas de papel con dinero en efectivo no eran lo que todos creían que eran sino contribuciones populares para financiar a su movimiento. “La Revolución mexicana se financió con la cooperación del pueblo”, comparó.

El gobierno de AMLO creó un escudo de excusas para el extraño comportamiento de su hermano. En sus Mañaneras, el presidente de México ha mencionado sin cesar un video con maletas de dinero sucio como ejemplo de la corrupción “del pasado”. Ahora, dijo que la difusión de las imágenes de su hermano era una reacción de sus opositores por las investigaciones de la justicia sobre exfuncionarios del gobierno de su predecesor, Enrique Peña Nieto. Como si asumiera que la política constituye un intercambio público de prontuarios para ver quién más sucio.

Los videos no tienen estatuto jurídico, pero sí ético y político: la doble moral es el trago de la casa. AMLO ha optado por establecer que la opacidad ajena siempre es corrupción, pero la propia solo puede ser financiamiento legítimo. No parece entender que llegó al gobierno con la bandera de la transparencia y la honestidad mientras dinero aparentemente no auditado engrasaba los mecanismos de su partido. Eligió poner en la balanza un argumento de pesos -nuestras bolsas de pan con cash, sus maletas de dinero electoral- cuando era de esencias: opacidad es opacidad, no importa si es tuya o mía.

Tras la difusión de los videos de Pío López Obrador, el gobierno de México trató zanjar el asunto como suele hacer, con una declaración definitiva. Por un lado, en su segundo informe de gobierno -su balance de dos años de gestión- AMLO aseguró que la corrupción acabó con la Cuarta Transformación; todo lo malo es hijo del pasado. “Este gobierno no será recordado por corrupto”, dijo. “Nuestro principal legado será purificar la vida pública de México y estamos avanzando”. Por el otro, dio un paso propio de las revanchas autocráticas: inculpó a diversas organizaciones periodísticas de recibir financiamiento internacional para investigar proyectos de su gobierno con fines críticos.

En corto: defiendo a los míos porque son menos malos que los demás y estigmatizo a quienes me cuestionan como enemigos de la causa. Otra vez, doble moral.

Construir listas negras y sembrar descrédito en los que piensan distinto y hacen su trabajo de contralor es una carta regular de proyectos autoritarios, incluso elegidos por el voto. La ultraderecha como la izquierda más insustancial crean enemigos y alimentan conspiraciones mientras justifican los malos pasos de sus propios miembros, de Pío a Manuel Bartlett, funcionario de AMLO a quien investigaciones periodísticas han señalado de posibles casos de corrupción. Ninguno fue mencionado en el informe presidencial.

El doble discurso es particularmente severo cuando sus promotores se presentan como salvadores morales.

Hay un subtexto interesante entre los dirigentes que se dicen progresistas y se aprovechan de su paso por el Estado diciendo que sus malos actos no son corrupción, malversación o mala gestión sino justicia revolucionaria. Como si el afán redistributivo incluyese llenar los bolsillos de la militancia por los servicios prestados. Todos tienen un relato redentor cuando sus actos en la función pública presentan resultados que dañan a los menos privilegiados. Robar para la causa -así sea dinero público- es legítimo.

Un periodista argentino, kirchnerista él, llegó a justificar ese tipo de corrupción como un movimiento de equilibrio político: los partidos progresistas, decía su tesis, arrancan tan atrás en términos de financiamiento respecto de las organizaciones conservadoras que deben aceptar fondos de todo tipo para equiparar las posibilidades de batalla contra los partidos del establishment y hacer visible la verdad revelada de las masas.

La doble moral de los cruzados es peor que la baja moral de los corruptos porque se presentan como probos. La nueva política que acabará con las castas aprovechadoras. Sus malos actos, por lo tanto, frustran una de las últimas esperanzas de sociedades olvidadas. No tienen margen: si se suponen salvadores, deben ser mejores. Deben ser escrutados en profundidad y sujetos a estándares mayores porque ellos solos elevaron la barrera. Los demás podían pretender ser honestos; ellos no tienen más opción que serlo. Sin embargo, no toleran que les señalen su falta de integridad.

Si usted es latinoamericano, cuanto digo no le resultará extraño. He aquí una lista del doble estándar donde, probablemente, hallarás a tu gobierno: agravian a organizaciones que reciben financiamiento legal, pero defienden recibir dinero en efectivo en reuniones mal iluminadas. Postulan la democracia plebiscitaria, pero quien decide es el líder. Se asumen abanderados del progresismo y sus naciones retroceden. Hablan de justicia, cooptan jueces. Prometen países de mayorías inclusivas y ensanchan la pobreza. Levantan la bandera de la transformación: dejan detrás un desastre que obligará a mayores esfuerzos para regresar al punto de partida. ¿Igualitarios? Excluyentes. ¿Interesados en defender a los pobres? Solo mientras obedezcan a su clientelismo.

Tampoco suelen ser los luchadores contra los oligopolios y las élites que suponemos: su plan a menudo es reemplazar un bloque hegemónico con un nuevo, pero suyo. Consideren este comportamiento como una concepción de la política que supone la captura del Estado como una eterna batalla de facciones entre probos y malos, y deja a los ciudadanos como espectadores.

Un modo perverso de hacer política: no defienden a las mayorías; apenas justifican el asalto al Estado burgués. Los líderes creerán que, para conseguir resultados transformadores, pueden doblar algunas leyes y pasar por alto varias normas. Y como ellos salvarán a los excluidos, ese fin justifica cualquier medio. Se llame Cuarta Transformación, kirchnerismo, uribismo o chavismo.

Es un problema doble, porque si señalamos sus errores, no hay tolerancia. No son más papistas que un papa: son una nueva Inquisición de moral flexible para los suyos y ferrosa para el resto.

 

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará pronto en España.