Desde París
Dividido –pero no confrontado– el orbe Occidental no llega a diseñar una solución para un conflicto cuyos contornos esbozan cada vez más la perspectiva de una guerra de extensa duración y una mayor crisis mundial en varios sectores, desde el alimenticio hasta el de los hidrocarburos. A su vez, tres meses después de haber invadido Ucrania, las tropas de Vladimir Putin no pudieron tomar el control de Kiev y de Kharkiv pero, en cambio, se apoderaron de la estratégica Mariupol y cercan ahora el Donbass sin que la “operación especial” lanzada por el mandatario ruso el 24 de febrero de 2022 haya alcanzado las metas fijadas en los tiempos marcados.
La reinvención de Occidente
En estos 90 días, la guerra en Ucrania se ha ido reencarnando en otras que multiplicaron por 100 el impacto de este conflicto: crisis energética tanto europea como mundial, inflación, escasez de materias primas, tensión en el mercado mundial de alimentos, falta de fertilizantes y de granos, aumento del gasto militar, crisis humanitaria con los millones de desplazados que provocó la guerra, restauración de un injerto fuera de uso como la OTAN, readaptación de las alianzas estratégicas entre los polos de poder y reestructuración global del mercado de los suministros energéticos (gas y petróleo) han sido las consecuencias de una guerra que tiene fecha de inicio pero no un guion final.
Hasta hoy, no ha habido ni victoria militar contundente ni acción diplomática decisiva capaz de cambiar el rumbo de la guerra. Más bien, vista desde Europa, la guerra dio lugar no al quiebre del eje occidental sino, todo lo contrario, a su refuerzo y, en su seno, a la revitalización de la posición y el poder de Estados Unidos. A pesar de las intensas divergencias que los atraviesan y del intento de Estados Unidos de servirse de esta guerra y de Europa como títere de su disputa imperial con Moscú, el conflicto en Ucrania acercó más de lo que fracturó a los occidentales. El politólogo Dominique Moïsi (Geopolítica de las series: O el triunfo global del miedo) resume la situación con una fórmula de una insolente exactitud: “a corto plazo, Vladimir Putin reinventó Occidente”.
Los cambios en la guerra
Como tal, la invasión de Ucrania cambió de blanco y de naturaleza cuando, el pasado 29 de marzo, el ministro ruso de Defensa, Sergueï Choïgou, reconoció que el “el objetivo principal de la operación especial era la liberación del Donbass”. Sin que hayan sufrido derrotas significativas, las tropas rusas se retiraron de los alrededores de la capital (Kiev) y reorientaron su estrategia hacia el Este de Ucrania en lo que fue la tercera fase de la guerra: la primera fue una ofensiva relámpago contra cinco puntos, entre ellos Kiev y otras capitales importantes, la segunda se desplegó a lo largo del mes de marzo con la intención de ganar el control de grandes ciudades del país y la tercera y última recuperó la dirección de la retórica de Vladimir Putin, es decir, poner término “al genocidio de los habitantes del Donbass”.
Occidente, a su vez, también retocó su respuesta. Pasó de una sólida salva de sanciones de toda índole contra Moscú a convertirse en un actor periférico pero decisivo de la guerra a través de la entrega de armas pesadas a Kiev. Occidente es hoy una suerte de cobeligerante en las sombras. Se pasó de la llamada “ayuda defensiva” al respaldo ofensivo para apuntalar la capacidad del ejército ucraniano y estancar la ofensiva rusa en el Donbass.
” Lo esencial era evitar que Ucrania se hunda”, reconoce Léo Péria-Peigné, un especialista de la estrategia militar, miembro del Instituto francés de Relaciones Internacionales (IFRI). Obuses, misiles, tanques, helicópteros de combate, vehículos blindados, cañones Caesar, sistemas de defensa anti aéreos y otros dispositivos ofensivos de envergadura reemplazaron al carburante y las municiones suministradas al principio de la guerra. Aquí, los intereses que estaban ya en juego divergieron desde el inicio entre la postura europea de “frenar la ofensiva” para negociar luego con el mandatario ruso y la posición norteamericana que consiste en “ganar la guerra” (reunión de los aliados en la base militar de Ramstein, Alemania, el pasado 26 de abril).
El compromiso de Occidente se cifra aquí en miles de millones de dólares: entre febrero y principios de abril, Estados Unidos suministró un total de 4 mil millones de dólares en ayudas. Entre mediados de abril y finales de mayo la suma se elevó a más de 50 mil millones de dólares. La Unión Europa entregó más de tres mil millones de dólares en ayuda militar sacados del “Fondo Europeo para la paz”. La suma, no obstante, es más importante porque muchos Estados suministran armas de forma directa sin declararlas a los fondos europeos. Más de 20 países participan de una u otra forma en el respaldo militar a Ucrania para un total, hasta hoy, de 60 mil millones de dólares en ayudas diversas, incluidos los 40 mil millones de dólares que la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó el pasado 10 de mayo y que se repartirán entre ayuda militar, ayuda humanitaria y material civil.
Tecnología del Pentágono
Mientras los europeos ni siquiera han concertado una posición coherente sobre el embargo de los hidrocarburos rusos, el volumen de dinero movilizado por Washington revela la ambición de la estrategia que la administración de Joe Biden está implementando: hacer de esta guerra una suerte de conflicto interpósito a través del cual, sin poner en juego la vida de un solo soldado, vencer al otro imperio.
Detrás de las ayudas formales hay, de hecho, otra guerra secreta tanto o más decisiva que la que se ve. Todas las capitales de Europa lo reconocen: gracias a sus capacidades tecnológicas y a sus avanzadísimos sistemas informáticos el Pentágono desempeñó un papel central en las respuestas militares de Ucrania. El hundimiento del buque lanzamisiles ruso, El Movska, a mediados de abril en aguas del Mar Negro nunca hubiese sido posible sin “la información del Pentágono”.
Según una información revelada por el New York Times a principios de mayo, el espionaje estadounidense permitió a Ucrania localizar y matar a una docena de generales rusos. “Ayudar a Ucrania a defenderse” sigue siendo la bandera retórica de Washington. Esta, sin embargo, se mezcla con posicionamientos más sinceros como el que expresó a finales de marzo el Secretario de Defensa de Joe Biden, Lloyd Austin, para quien el objetivo, en adelante, consiste en “ver a Rusia tan debilitada que ya no pueda más hacer cosas como las que hizo al invadir Ucrania”.
El pasado 28 de abril, ante el Congreso, Joe Biden dijo: “invertir en la libertad y la seguridad de Ucrania es pagar un precio muy bajo para castigar la agresión rusa y disminuir el riesgo de conflictos futuros”. Pocos días después, en Alabama, Biden ponía la guerra en Ucrania bajo una óptica mucho más amplia: «hay en este momento una guerra entre la autocracia y la democracia”.
¿Salida diplomática?
Washington no evoca nunca una salida diplomática, los europeos aún creen que es posible, incluso cuando admiten que la guerra será forzosamente extensa hasta que se plasme o se visualice una estabilización. Este sábado, durante el diálogo telefónico que mantuvieron durante 80 minutos con Vladimir Putin, el presidente francés, Emmanuel Macron, y el canciller alemán Olaf Scholz, le pidieron al mandatario ruso que acepte “lo más pronto que se pueda” una conversación directa” con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, con la meta de pactar un alto el fuego.
Macron y Scholz puntualizaron sin ambigüedad la posición europea cuando insistieron en que “toda solución a la guerra debe ser negociada entre Moscú y Kiev y debe respetar la soberanía y la integridad territorial de Ucrania” (comunicado del Palacio del Elíseo). A su vez, el Kremlin aseguró en su comunicado que Putin resaltó que las negociaciones “están paralizadas por culpa de Kiev” al tiempo que le exigió a Europa y Estados Unidos que cesaran el suministro de armas a Ucrania porque ello “torna inestable la situación”.
Las otras guerras
Los tres jefes de Estado evocaron también una de las temáticas que tensan la situación más allá de sus propias fronteras, es decir, la crisis alimentaria mundial derivada de esta guerra. Putin exigió el levantamiento de las sanciones occidentales para que Rusia pueda así “aumentar” el suministro de “fertilizantes y productos agrícolas rusos” y, por consiguiente, ”bajar la tensión en el mercado mundial de alimentos”.
Según los comunicados cruzados, Moscú accedió al pedido de Macron y el canciller alemán para que se levante el bloqueo de la ciudad portuaria de Odessa, en el mar Negro, y liberar así la exportación de cereales. París indicó que Vladimir Putin prometió abrir el puerto siempre y cuando Ucrania retire las minas que colocó.
El tema no es menor ya que, según cifras de las Naciones Unidas (la FAO), Rusia y Ucrania concentran más de un tercio de las exportaciones mundiales de cereales (19% de la cebada, 14 % del trigo y 4 % del maíz) mientras que Rusia es el primer exportador mundial de fertilizantes nitrogenados.
Alimentos e hidrocarburos son el otro resorte ardiente de la guerra. Tres meses después de haber comenzado el conflicto y pese a las amenazas y proyectos, Europa aún no encontró la formula interna para decretar un embargo total de los hidrocarburos rusos. Más aún, las empresas energéticas de Europa se sumieron a la voluntad de Moscú. Los clientes de Gazprom juegan en la cuerda floja para, al mismo tiempo, mantener abiertas las importaciones de gas y petróleo ruso sin pasarse por encima las sanciones de la Unión Europea.
El movimiento es pendular: Europa prohíbe aportar fondos (euros o dólares) al banco central de Rusia y Moscú obliga a sus clientes energéticos a pagar en rublos. Los importadores de gas han logrado pasar por encima de las sanciones… gracias a una medida de la misma Unión Europea, la cual acepta que se abra una cuenta en rublos.
Ganadores y perdedores
¿Tres meses después quién perdió y quién ganó? Perdió Ucrania, los 6 millones de refugiados, los 9 millones de desplazados internos, las decenas de miles de muertos de cada lado y, también, perdió Europa. Está bajo la amenaza nuclear de Rusia, ante la perspectiva de una drástica falta de hidrocarburos para sus industrias y el invierno, presionada por una fuerte inflación y con una alianza militar, la OTAN, renacida de las cenizas gracias al mismísimo Vladimir Putin.
En 2017, el ex presidente de Estados Unidos Donald Trump dijo que la OTAN era algo “obsoleto”. Algunos meses después, Emmanuel Macron dijo que la OTAN se encontraba en un estado de “muerte cerebral”. A lo largo de estos años, la Alianza Atlántica fue un mamarracho sin dirección ni coherencia. Putin le devolvió su misión perdida: ser el muro ante la amenaza rusa.
Peor aún, el refuerzo de la legitimidad de la OTAN como consecuencia de la guerra en Ucrania, el ingreso impensable de países como Suecia y Finlandia, aplazó al infinito el siempre truncado proyecto de una “defensa común europea”. La UE depende más que nunca de Estados Unidos, tanto para su defensa a través de la OTAN como para el suministro de hidrocarburos.
François Heisbourg, miembro de la Fundación para la investigación estratégica y autor de excelentes libros de geopolítica, resalta la paradoja de un Occidente que se vio proyectado a otra dimensión por “una potencia (Rusia) dinámica y muy insatisfecha con el orden del mundo”. Quien sabe cómo será en el futuro ese orden. Por el momento es el que están diseñando Washington y Moscú con una víctima cercana entre las cuerdas: Europa.