La edad atómica, Hiroshima

Por Redacción dat0s con Agencias
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Hiroshima
Foto: Reuters

El 6 de agosto de 1945 una ciudad japonesa de 400 000 almas quedó destruida en pocos segundos. El efecto de la explosión que rebasó toda imaginación.

El efecto moral fue catastrófico. Los militares japoneses fueron impotentes para ocultar las noticias. A las pocas horas, a los pocos días, los supervivientes de la tragedia contaban en el país el relato fantasmagórico de una bomba incandescente, lanzada desde el cielo por los estadounidenses, que quemó todo a su paso.

Tres días más tarde, el 9 de agosto, en Nagasaki, se confirmó la potencia despiadada de esta nueva arma y los japoneses descubrieron su principio. El Emperador convocó a sus jefes militares y les dijo que la capitulación era inevitable. Por otra parte, al amanecer del 9 de agosto, ocho días antes de la fecha prevista en la Conferencia de Postdam, los rusos habían atacado Manchuria. Se trataba también de un golpe inesperado, pero que estaba lejos de tener el alcance moral del bombardeo atómico de las dos ciudades japonesas.

Sin embargo, quienes tenían el poder en el Japón antes del 6 de agosto sabían que catorce años de guerra con China, tres años y medio de campañas a través del Pacifico contra los Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia, habían dejado al Japón en un estado sumamente precario.

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Las tres cuartas partes de su flota de guerra habían sido destruidas y su aviación se había reducido considerablemente (los últimos kamikazes — pilotos suicidas — volaban en aparatos anticuados). Sus ciudades industriales habían sido arrasadas o destruidas y, por ello, su producción de guerra era incapaz de renovar el material perdido e incluso de producir lo indispensable para proseguir la guerra.

En las calles de Tokio se apiñaban radiadores y tuberías de agua que se sacaban de los inmuebles, por orden del ministro de la Guerra para sustituir al hierro que faltaba. Las raciones alimentarias habían disminuido considerablemente; era imposible comprar un carrete de hilo o una aguja y los vasos rotos no se podían reemplazar. Según las cifras oficiales, los bombardeos de las fuerzas aéreas aliadas ya habían destruido en gran parte o dañado las ciudades más importantes del Japón.

Tokio, Yokohama, Osaka y Kobe habían sido arrasadas en el 80%. Las victimas entre la población civil ascendía a 280 000 muertos y a 420 000 heridos. Se habían destruido dos millones de casas y nueve millones de personas civiles se habían quedado sin hogar y buscaban refugio en el campo, en casa de algún pariente. El balance era, por lo tanto, grave y la resistencia del Japón se había debilitado mucho, sobre todo teniendo en cuenta las bases amenazadoras que los estadounidenses acababan de instalar en el Pacifico.

Pese a ello, la consigna de los militares era resistir y salvar al Emperador y la bandera.

Algunas representaciones diplomáticas en el Japón estaban tan persuadidas de esa idea que habían armado a su personal en previsión de tal eventualidad. Mas la aparición súbita, casi sobrenatural, de la bomba atómica en las ciudades de Hiroshima y de Nagasaki había de cambiar bruscamente el curso de los acontecimientos: el Emperador, a quien se seguía considerando un Dios, recuperó su poder místico y lo utilizó para imponer a sus generales la capitulación sin condiciones, “unconditional surrender”.

Devolvió así al enemigo territorios inmensos que se extienden desde Singapur hasta los Kuriles, desde la frontera de la Manchuria rusa hasta Borneo, y dio la orden de deponer las armas a 4 millones de soldados, perfectamente armados y que en su inmensa mayoría no habían combatido. Esto permite darse cuenta del poder extraordinario que tenía este hombre entre sus manos, tanto más cuanto que la rendición se efectuó en condiciones perfectas de orden y de calma.

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Dos cláusulas de la capitulación son la base de este éxito: la primera fue la aceptación por parte del general MacArthur de respetar la personalidad del Emperador y la segunda su decisión de repatriar a todos los japoneses que se encontraban fuera de la metrópoli, renunciando a convertirlos en prisioneros. En efecto, el mantenimiento del Emperador a la cabeza del Estado era la única posibilidad de evitar la anarquía, así como la repatriación prometida de los militares y el permiso dado a los soldados para que se reintegraran a sus hogares evitaron todo sentimiento de humillación.