Países del Sur ya pagan factura por la inflación de los del Norte

Por Estefanía Pozzo | The Washington Post
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Los vaticinios son desalentadores. América Latina atraviesa hoy una “tormenta perfecta”, según José Manuel Salazar-Xiribachs, secretario general de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la ONU, o, incluso peor, un “tercer shock”, de acuerdo a la lectura del Fondo Monetario Internacional (FMI).

La triple trampa mortal comenzó con la pandemia y sus devastadores impactos en la salud y la economía; luego siguió con la guerra en Ucrania y un aumento de la inflación como no se veía en décadas; y por último la suba de las tasas de interés, que amenaza el crecimiento económico que la región necesita sostener para dar respuesta a sus problemas sociales.

Desde 2020 en adelante, los países del Sur han tenido que enfrentar, además de los grandes sucesos que afectaron a todo el mundo, el impacto de las decisiones que los países desarrollados tomaron para protegerse a sí mismos de esos hechos. O sea, solo por vivir en economías de menor tamaño, a las y los ciudadanos latinoamericanos les llega una doble factura: la que se paga en el norte más un “plus”. Así como se habla del “impuesto rosa” —el costo adicional que cobran las empresas por hacer productos, en su mayoría de color rosa, que se definen como especialmente creados para mujeres—, podría decirse que estamos ante el “impuesto emergente”, uno que pagan los países menos desarrollados como consecuencia de las decisiones de las economías de mayor escala.

Empecemos por la pandemia. Lo primero que podemos señalar es la vacunación, un aspecto en el que hubo una clara desigualdad en el acceso determinada, entre otras cosas, por el nivel de ingresos y el poder económico de los países. Aquí el impuesto fue el tiempo: menos dinero disponible dilató el calendario y eso provocó más infecciones y muertes. En segundo lugar, también se puede poner en la lista el dinero que los organismos multilaterales destinaron a este catastrófico evento. El FMI, por ejemplo, aprobó distribuir 650,000 millones de dólares para que los países refuercen sus reservas y puedan destinar una buena cantidad de dinero a paliar los graves efectos del COVID-19 en las personas y, también, en la economía. Aunque repetido y cuestionado hasta el cansancio, no deja de ser espeluznante el criterio de reparto, porque el monto total disponible se distribuyó según el porcentaje de la cuota que cada país tiene en el FMI. La silla más grande, como se sabe, la tiene Estados Unidos y fue, por ende, el país que más dinero obtuvo. Durante la pandemia, ese país recibió un monto equivalente a más de dos veces lo que el FMI destinó a los 19 países en conjunto de América Central y del Sur.

Casi dos años después, cuando Rusia decidió invadir Ucrania en febrero de 2022, a la pospandemia se le agregó una guerra. El principal efecto en la economía global fue la suba del precio de los commodities, algo que en general beneficia a los países del Sur, que son productores de materias primas. La contracara de esto fue una combinación explosiva: el aumento generalizado de los precios, en especial el de los alimentos y de los combustibles. Si bien eso genera problemas a toda la población, hará más difícil la vida a las personas de menos recursos en América Latina, ya que destinan la mayor parte de los ingresos a saldar cuentas de energía y comida, de acuerdo con estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo. Este es, directamente, un impuesto a los pobres.

Un tercer aspecto, señalado especialmente como problemático por el FMI, es el aumento de las tasas de interés. Según el prestigioso analista financiero John Authers, esto provoca un desaliento en los consumidores porque tienden a gastar menos a medida que disminuye su “riqueza”. Se produce entonces una caída de la demanda de bienes y, junto con ello, una menor actividad económica.

Si la suba de tasas decidida por el Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos es una decisión que afecta a la dinámica de la economía estadounidense, ¿por qué pagan los costos los países del Sur? Por dos motivos: primero, porque menos actividad económica en la principal potencia mundial tiene un efecto negativo en todo el planeta. Y, en segunda instancia, porque la tasa de interés de los países centrales es una referencia fundamental en el costo de endeudamiento. Más tasa de interés en Estados Unidos (y también en Europa) llega a América Latina en forma de menos actividad y deuda más cara (o incluso bajo la forma de complicaciones para pagarla).

Detengámonos un instante más en este punto de las tasas de interés, donde existe otro fenómeno escandaloso. El FMI le cobra a algunos países una penalidad por haber solicitado montos por encima de lo que permiten las normas habituales del organismo. Si sube la tasa de interés Estados Unidos, también subirá lo que el FMI le cobra a los países en peores condiciones financieras. Incluso se va a producir una situación ridícula: Ucrania, un país en guerra, va a estar alcanzada por esta penalidad, tal como señaló Joseph Stiglitz en su visita a Argentina.

¿Cómo se podría compensar todo este desequilibrio? Una propuesta sería repensar los criterios que imponen los organismos multilaterales de crédito: eliminar las sobretasas que cobra el FMI o permitir a los países que el dinero que les envían para obras de infraestructura no sean considerados gasto fiscal, son algunas alternativas. Incluso canjear parte de la deuda financiera por aporte ambiental, tal como pidió recientemente António Guterres, el secretario general de la ONU.

Por su centralidad geopolítica y el tamaño de su economía, Estados Unidos tiene un rol fundamental en esta conversación. No es viable un mundo en el que los países que están en peores condiciones enfrenten en soledad el efecto negativo de lo que se decide en el mundo desarrollado. El “impuesto emergente” debe dejar de existir.