“Latinoamérica está pasando hambre y perdiendo su biodiversidad mientras alimenta a China”

Noor Mahtani | El País
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Latinoamérica, soya producción alimentos
Foto: FAO

América Latina y el Caribe encarnan muchas ironías. El hambre es, puede, la mayor de todas. En una región que aporta el 14% de la producción alimentaria mundial (aunque su población representa apenas el 8,6%), atesora el 40% de la biodiversidad del globo y dispone del 12% de la superficie total de tierra cultivable, hablar de inseguridad alimentaria no parece encajar. Sin embargo, las últimas cifras de la ONU son demoledoras: casi uno de cada diez ciudadanos aquí pasa hambre. Son 56,6 millones de personas; cuatro millones dejaron de tener garantizadas sus tres comidas al día de un año a otro. Para Óscar Bazoberry (Tarija, Bolivia, 56 años) además de ser un sinsentido, es “una injusticia que tiene características muy estructurales”.

El coordinador general del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica (IDRS) lamenta la etiqueta de “despensa del mundo” que se le ha colgado a Latinoamérica. Más que una región productora, dice, esta es una región exportadora. “Está pasando algo similar a lo que ocurrió con la minería. Somos países de donde se extraen todas las riquezas, ahora pasa con las tierras”, cuenta mediante una videollamada con América Futura desde La Paz. Crítico también con el sistema capitalista, desglosa los desafíos del sector agrícola, las lecciones tras la pandemia y augura un futuro violento en la lucha para acceder a la tierra: “Hay una insistencia perversa que busca la privatización de las tierras y eso va a terminar con la expulsión de las poblaciones rurales. Ya ha pasado antes”.

Pregunta. ¿Es el hambre una prioridad en el continente?

Respuesta. América Latina ofrece números sobresalientes de reducción de hambre y de pobreza en los últimos 30 años. Sin embargo, en los últimos tres años esto se está revirtiendo. La necesidad de los Estados de, vamos a decirlo así, alimentar de manera barata a la población les hace ser absolutamente permisivos con el sistema alimentario. Esto ha causado que se restrinja nuestra alimentación a muy pocos productos como la harina, el pollo y cuatro cosas más. Estamos ante una población que, si ha salido de la pobreza, ha sido por milímetros, y es una sociedad a la que cualquier problema de inflación la hace retornar a un estado de necesidad. A veces los gobiernos están atados de pies y manos.

P. Entonces, ¿en manos de quién está la responsabilidad de reducir estas cifras?

R. Hay que trabajar en Gobiernos más articulados, pero metiendo mucha presión al sistema de las Naciones Unidas. Porque esta idea de que la alimentación es un asunto global y que se va a resolver globalmente también nos ha llevado a esta situación. El concepto de que somos el granero de países como China hace que todas nuestras proteínas y la carne se exporten. Latinoamérica está pasando hambre y perdiendo su biodiversidad mientras alimenta a China. La soya, por ejemplo, creció 50 veces en 30 años. El cultivo de palma está aumentando muchísimo, igual que la crianza de animales bovinos y porcinos para exportación. Esto nos está llevando a acumular problemas que en el futuro no vamos a poder enfrentar.

P. ¿Está China haciendo en otros países lo que no hace en su propio territorio?

R. Así es. China tiene medidas de conservación de sus suelos que son muy estrictas porque saben que es el recurso de futuro. Es el principal recurso de la humanidad: la tierra. Y hay Gobiernos como el de Argentina o Paraguay y, en parte, Bolivia, que dependen prácticamente de la exportación. Así es muy difícil frenarlo. Está pasando algo similar a lo que ocurrió con la minería. Somos países de donde se extraen todas las riquezas. No sabría identificar quién se beneficia exactamente, pero las víctimas sí. Y somos todos.

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P. La guerra en Ucrania ha elevado los precios de alimentos básicos a máximos históricos. Poco después, grandes empresas financieras recomendaban invertir en industrias agrícolas. ¿Se especula con los alimentos?

R. Sí. En América Latina tenemos un doble fenómeno. Por una parte, una agricultura industrial que efectivamente genera presión sobre los precios y termina generando una presión política sobre los Estados, lo que hace que se beneficien de subvenciones muy, muy grandes. Y este es un juego bien perverso, porque esa plata termina financiando a las grandes empresas, no al campesinado.

Pero al mismo tiempo tenemos un importantísimo número todavía de campesinos indígenas que producen alimentos. En la región los países se alimentan entre un 30% y un 70% de productos que vienen del campo, de la agricultura familiar, de la comunitaria. Esto siempre fue un colchón para el precio porque, como es un sector de bajo uso de tecnología, normalmente permite a los Estados mantener la población a costas, digamos, de esta mano de obra. Es por eso que son sectores permanentemente empobrecidos.

P. Si durante la pandemia las farmacéuticas fueron las grandes beneficiadas, ¿quién gana en esta otra pandemia de hambre?

R. El capitalismo se refugia en la agricultura, no solo con los alimentos, sino también por el valor de la tierra agrícola, que se ha incrementado mucho más rápido que el de las áreas urbanas. Este es un sistema que excluye. Y hay sistemas alternativos como los de las comunidades campesinas e indígenas. Estos son mucho más resilientes y reasignan los derechos de propiedad de una manera más ágil.

P. ¿Qué enseñanzas se pueden extrapolar de estas comunidades en lo macro?

R. Primero, bastaría con dejar de poner los obstáculos por la propiedad colectiva. Segundo, dejar de asesinar a los líderes. Hay que hacer cambios radicales también en la percepción que tenemos del campo. Los indicadores que usa la FAO del campo son del siglo XX. No existen datos reales de las economías campesinas, de los cultivos indígenas, del multiestrato, sobre la forma de producción agroecológica… Esto hace que los gobiernos se abran a los lobbys de las grandes empresas, que sí manejan datos. Por eso la ruralidad termina fuera de las políticas públicas y se sigue hablando de este sector como uno empobrecido e ineficiente…

P. Otra de las demandas de los campesinos ha sido revertir leyes que prohíben la práctica milenaria de compartir semillas, presentes en la mayoría de países de la región, como Colombia, México o Ecuador.

R. Hay intereses y urgencias políticas detrás de esto. Como te decía, se trata de este afán de exportar más, de que los gobiernos puedan recibir más plata por las exportaciones y de que la alimentación pueda ser más barata. Lo que está detrás del hambre es la lógica del capital, ahí salen ganando las empresas que certifican las semillas que, por lo general, suelen ser extranjeras.

P. Usted también es muy crítico con lo que se entiende por alimentos sanos hoy en día. ¿Está de moda consumir productos orgánicos?

R. Hay un sector de los consumidores urbanos que ya no saben reconocer lo que es un alimento sano; piensan que un buen alimento es uno limpio y bien envasado. Da igual las especificaciones, lo que le importa es el márketing. Pero es cierto que también hay otro sector que demanda productos de cercanía y de calidad real. Y está creciendo tanto que no está pudiendo ser acompañada por la producción en Latinoamérica. Por eso nos hemos convertido en una región importadora de estos alimentos. El 70% de estos productos de supermercados son de fuera porque aún no estamos haciendo lo suficiente para cultivarlos acá.

P. La pandemia nos hizo valorar muchas cosas que dábamos por sentadas. ¿Qué lecciones nos quedaron del mundo rural?

R. La lección principal es que el campo es muy valioso. Y es valioso para todos; para el capital y para los ciudadanos. Lo que tememos es que, precisamente por su importancia y dado que es un recurso limitado, se incremente la violencia. Las tomas de tierra por parte de campesinos indígenas están aumentando y la violencia por parte de las empresas para desalojarlos también. Van a crecer los conflictos y los Estados no tienen forma de responder, porque son instituciones débiles para esto. Ningún país nuestro ha solucionado el problema de la titularidad de la tierra, aunque se hayan gastado millones en ello.

Hay una insistencia perversa que busca la privatización de las tierras y eso va a terminar con la expulsión de las poblaciones rurales. Ya ha pasado antes. Si no somos más inteligentes en resolver estos problemas de acceso, sobre todo para los más jóvenes, nos espera un futuro violento y unas tierras a nombre de empresas multinacionales.