A un año del conflicto en Ucrania, el autor de este texto analiza los dos enfoques que se utilizan para describirlo: una guerra por la reconstrucción imperial y una guerra por el poder de la hegemonía global. La lucha, dice, es por la imposición de una narrativa sobre la que se va a fundar el orden político internacional de este siglo. Y mientras casi todos pierden, un único ganador: el complejo militar-industrial estadounidense que, muy pronto, cuando la Unión Europea agote arsenales y reservas, será su gran proveedor. La paz, por ahora, parece irrealizable.
La guerra ruso-ucraniana amenaza con escalar hacia un conflicto cada vez mayor —con más actores y con más poder de fuego—, algo que provocará más inseguridad e inestabilidad global. El 20 de febrero pasado Joe Biden desembarcó en Kiev y confirmó el compromiso de Estados Unidos con el país. Un día después, en Polonia, agregó que “Ucrania no será nunca una victoria para Rusia”. Al mismo tiempo, Vladimir Putin daba un discurso ante ambas cámaras del Parlamento en Moscú en el que aseguró: “Occidente quiere destruirnos, de una vez y para siempre”. Así anunció que el país suspendería su compromiso con el Start III, el tratado de desarme nuclear aún vigente con Estados Unidos. Y para confirmar los peores pronósticos, el presidente Volodimir Zelenski pidió más armas: además de tanques, aviones de combate. ¿Para qué? Para atacar Crimea. La paz parece, por ahora, irrealizable.
Dos enfoques
Se están utilizando dos enfoques para este conflicto: 1) Una guerra de reconstitución imperial y 2) una guerra de poder por la hegemonía global. Los dos sirven para describir lo que está ocurriendo en Ucrania porque en los hechos se trata de un conflicto de alcance mundial: la Primera Guerra Internacional Híbrida. Esta involucra a los actores públicos y privados que mayor poder tienen para diseñar el futuro orden político global.
Es la Primera Guerra Internacional Híbrida porque, si bien pone en juego formas de guerra cinética —las tradicionales—, también recoge en un todo las nuevas doctrinas de conflicto asimétrico, desde la Guerra Irrestricta a la Guerra de Quinta Generación, que redefinen a la sociedad como el campo de batalla y convierten a la información en el principal insumo para el conflicto. Es una guerra por la imposición de una narrativa, la narrativa sobre la que se va a fundar el orden político internacional durante este siglo. Es una disputa que involucra lo material y lo simbólico y que, por lo tanto, no tiene uno sino múltiples frentes de batalla: energía, monedas, comercio, tecnología, democracia y derechos humanos.
Si bien la imposición de una narrativa siempre ha sido un factor relevante para el desenlace de una guerra, ahora esa influencia cobra otra dimensión por el alcance, profundidad y densidad que le aportan a la dinámica del conflicto los nuevos recursos digitales (el paradigma Silicon Valley). Hoy el principal actor de la guerra por Occidente es un complejo industrial-militar, financiero, digital y cultural.
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Una guerra de reconstrucción imperial
Este es el enfoque sobre el que se asienta el discurso mainstream de Occidente. Responsabiliza al presidente Vladimir Putin por la guerra, al que ve como un líder nacionalista que ejecuta una agresiva estrategia geopolítica para recuperar y consolidar la influencia de Rusia en espacios nacionales de la ex URSS. Putin advirtió que “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX fue la desaparición de la URSS”. Y, en línea con esa interpretación, los pasos que ha dado la política exterior de su gobierno han sido obstinadamente coherentes con el fin de restaurar el poder y la gloria perdida.
La invasión de Ucrania representa una violación en toda regla del Derecho Internacional. Se han afectado algunos de sus principios básicos: la igualdad soberana, la prohibición del ejercicio de la fuerza o el respeto a la integridad territorial de los Estados. Y ha puesto en escena un ejercicio del uso de la fuerza que, por la gravedad de sus efectos y alcances, no era esperable ni compatible con el orden normativo y político del mundo globalizado del siglo XXI.
El historiador Yuval Harari supo advertir que, gracias a la inteligencia artificial (IA), hoy las autocracias que centralizan el poder y la toma de decisiones son tan exitosas en el procesamiento de la información como las democracias. Antes, éstas tenían ventaja porque al contar con herramientas descentralizadas procesaban más información y a más velocidad.
Pero el devenir de la guerra en Ucrania lo está contradiciendo. Putin planificó la “Operación Militar Especial” (eufemismo que usa para referirse a la invasión de Ucrania) como un ejercicio rápido y contundente. A un año del comienzo, la realidad es bien diferente. Sucede que los algoritmos dependen en última instancia de los sesgos que definen su programación. Y eso, tratándose de un autócrata es muy peligroso. Los sesgos propios de un régimen político autoritario, portador de una imaginación geopolítica teñida de mesianismo, están provocando una guerra luctuosa y de la que no se atisba el final.
Una guerra por el poder
La segunda es la interpretación del eje Moscú-Pekín y describe a la guerra en Ucrania como un eslabón más en el proyecto de recomposición de hegemonía global de EEUU frente al creciente poder económico, comercial y tecnológico chino, y a su consecuente comportamiento asertivo en el orden internacional.
Según ese punto de vista, la guerra Rusia-Ucrania comenzó con la Revolución del Maidán (noviembre de 2013-febrero de 2014), gestada y conducida por servicios diplomáticos y de inteligencia anglosajones. Y esta aseveración pone el acento, por ejemplo, en la actuación de Victoria Nuland, entonces secretaria de Estado Adjunta para Asuntos Europeos y Euroasiáticos del gobierno de Barack Obama. La Revolución y los consecuentes cambios políticos significaron el fin de las negociaciones por una solución intermedia, la “finlandización de Ucrania”, que sin hipotecar la soberanía de Ucrania preservaría relaciones densas y fluidas con Rusia. A partir de esa idea se redefinía geopolíticamente, además, a Ucrania como un país “colchón” (el algodón entre dos cristales) entre Rusia y Occidente.
La revolución que desestabilizó a Ucrania puso en marcha la reacción rusa a partir del principio que guía su imaginación geopolítica y que percibe a Rusia como un país permanentemente asediado por Occidente. En 2007, en el marco de la Conferencia de Seguridad de Múnich (algo así como una Conferencia de Davos de la geopolítica) y en un discurso al que hoy tiene sentido volver, Putin dejó en claro los recelos de su gobierno por el acercamiento de la OTAN a sus fronteras y por el intento de Estados Unidos por construir un mundo unipolar.
Entonces, como después, Putin advirtió que la expansión de la OTAN y su proximidad con el territorio de su país ponía en cuestión principios elementales de seguridad y autodefensa para Rusia.
Un dato sobre este punto: un misil balístico disparado desde Kiev tardaría unos 7 minutos hasta impactar en Moscú. Un hipersónico (la última generación), la mitad. Es decir, en ninguno de los dos casos Rusia podría preparar una autodefensa eficiente de su capital. A todo esto, hay que recordar que Ucrania había pedido ingresar en la OTAN, que su pedido estaba en curso de aceptación y que la organización, a través de varios de sus miembros, dispone de ese tipo de armas. Impedir que la OTAN —varios de cuyos miembros son enemigos históricos de Rusia—, disponga de esa posibilidad ofensiva es una reacción lógica de un líder político responsable de cualquier potencia. Y como antecedente, la crisis de los misiles en Cuba en 1962.
La mira apunta a China
El conflicto también involucra a China porque desestabiliza a Rusia, aliado estratégico, que le provee recursos naturales, tecnología para la guerra, apoyo y coordinación diplomática. Ambos países comparten el rechazo del Orden Internacional Liberal, al que consideran el entramado político, ideológico e institucional que impulsa y sostiene el modelo de globalización anglosajón.
Afectar, debilitar, desestabilizar a Rusia supone una condición necesaria también para desestabilizar a China y poner en juego su programa de proyección internacional, por el que se presenta al mundo como portadora de un proyecto alternativo para la globalización (Cinturón y Ruta de la Seda, Organización para la Cooperación de Shanghai y Banco Asiático de Inversión en Infraestructura).
Es decir, desde la perspectiva del bloque no Occidental, la guerra Ucrania-Rusia sirve al fin último de dificultar la confirmación del proyecto de gran potencia de China. Este es el objetivo que los principales tanques de ideas sobre geopolítica —y también algunos de los líderes políticos de EEUU— vienen definiendo como “prioridad” para la integridad de la hegemonía global norteamericana.
El orden mundial que viene
1. De MacKinder a Brzezinski
El conflicto en Ucrania (país que representa una de las líneas de ruptura en la crisis de civilizaciones que pregonó el politólogo Samuel Huntington) responde en un todo a la línea principal del pensamiento geopolítico anglosajón (desde Halford Mackinder a Zbigniew Brzezinski) que considera indispensable evitar la unión del espacio euroasiático para permitir la supervivencia de la hegemonía del mundo anglosajón. Desde ese punto de vista, romper los ejes Berlín-Moscú y ahora Moscú-Pekín o Berlín-Moscú-Pekín es condición necesaria para mantener la supremacía de Inglaterra, antes, y de Estados Unidos, ahora.
En este contexto, la política exterior de EE.UU. recupera premisas estratégicas que la guiaron durante la Guerra Fría: A) Un mundo dividido en dos bloques con sus respectivas zonas de influencia, y consecuentemente la reconfiguración del modelo de globalización hacia uno de globalización por regiones; B) Multilateralismo a la carta: sólo consensuar con otros lo que no afecta las prioridades de seguridad nacional; C) Recuperar la “Doctrina Kennan”, la doctrina de contención a la URSS. “Contener” significa aislar a China, de allí los bloques QUAD (Diálogo Seguridad Cuadrilateral) —que organizó la diplomacia de EE.UU. e involucra a India, Australia y Japón— y AUKUS —alianza defensiva de seguridad creada por Estados Unidos, Inglaterra y Australia.
2. Visegrado, otra UE
Como se ha dicho antes, evitar que Moscú y Berlín (ahora también Pekín) coincidan en un proyecto geopolítico común es una línea fundamental, esencial, en la doctrina geopolítica del mundo anglosajón. Ni Londres, antes, ni Washington ahora, podrían construir su hegemonía mundial si prospera alguna de aquellas alianzas.
Ante la perspectiva de un afianzamiento del eje Berlín-Moscú (en principio por razones energéticas) y de la confirmación del eje Moscú-Pekín, la inteligencia y la diplomacia de Estados Unidos dieron nuevos aires al histórico Grupo de Visegrado (Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría), aunque con la disidencia de este último en lo que a la guerra se refiere. El Grupo, creado por el pacto de Visegrado en 1335 y relanzado en 1991 como una alianza política, militar y cultural para promover los intereses comunes dentro de la UE, viene sosteniendo posturas que ponen en cuestión pilares fundamentales del modelo de integración que conducen Berlín y París. Por ejemplo, en 2021, Polonia y Hungría se situaron al borde de la ruptura legal con Bruselas por rechazar políticas destinadas a consolidar la independencia del poder judicial o por la vigencia de los derechos para las personas LGBTI.
Los países del grupo representan una línea de ruptura muy firme hacia adentro de la Unión. Pretenden un modelo de integración de menor densidad al vigente, y en función de ello reclaman vigorizar la soberanía de los Estados, nacionalizando las competencias que hoy ejerce Bruselas, y recuperar los valores tradicionales como referencias identitarias insoslayables.
Todos sus miembros, salvo Hungría, son aliados explícitos del eje anglosajón. Polonia, de hecho, se está convirtiendo en el “país llave” (aliado prioritario y estratégico) de EE.UU. en Europa continental, está en vías de crear el mayor ejército en la región y brinda un decidido respaldo de Ucrania (el polaco es cuarto idioma hoy en la guerra, junto al ruso, al ucranio y al inglés). Se ha denunciado que sus soldados ocupan puestos para la logística en la retaguardia como “mercenarios”.
3. Guerra por delegación
Siguiendo la experiencia de la guerra que afrontó la URSS en Afganistán —que significó el debilitamiento casi terminal de aquella—, la guerra a través de la OTAN posibilita la realización de una “guerra subsidiaria o por delegación”. Es un tipo de conflicto por el que una potencia combate a través de otro actor estatal o no estatal, situándose en un segundo plano para disponer de un campo de acción amplio y legítimo desde la diplomacia. Según esa mirada, a través de la OTAN, Estados Unidos sostiene el esfuerzo de guerra de acuerdo con sus intereses, pero no se involucra como actor explícito en el conflicto.
4. El complejo militar se llena los bolsillos
La guerra en Ucrania ha puesto en marcha un tipo de “economía de guerra” que tiene un único ganador: el complejo militar-industrial estadounidense, del que —se estima— dependen uno de cada 5 puestos de trabajo en el país. Las corporaciones que producen y venden armas tienen récord de pedidos e incluso advirtieron que van a demorar los contratos ya firmados con las fuerzas armadas de EE.UU. porque su capacidad de producción está saturada.
Hoy Europa está agotando sus arsenales y reservas. A la ahora de reemplazarlos, muy pronto, será un gran cliente. Es decir, la Unión Europea no sólo va a solventar las consecuencias del conflicto (por ejemplo, financiando la futura reconstrucción de Ucrania), sino que también va a financiar con sus compras al complejo militar-industrial norteamericano.
5. Todos pierden, menos Estados Unidos
Además de Ucrania, cuya existencia misma está en juego, la UE y Rusia serán los principales derrotados en la guerra. Rusia porque, más allá del resultado, está camino a perder su estatus de gran potencia ya que saldrá debilitada económica y militarmente, y desprestigiada política y diplomáticamente. Una derrota militar, incluso, podría suponer una instancia de inestabilidad interna extrema que hasta pondría en riesgo la integridad territorial del país.
La Unión Europea, por su parte, perdió a su fuente de abastecimiento barato de energía (Rusia era la estación de servicio de Europa), algo que pone en duda la supervivencia de su modelo industrial y la competitividad global de sus exportaciones. Hacia adentro, el conflicto está poniendo en evidencia grietas entre sus miembros que impactan en la cohesión interna. Hacia afuera, la Unión se está reconfigurando como un aliado debilitado de Estados Unidos en una relación asimétrica que se profundiza, ya que dependerá de este para su seguridad y para su consumo energético.
En ese contexto hay que situar el sabotaje a los ductos Nord Stream, al que se puede interpretar como un hecho de imperialismo explícito del eje anglosajón en contra de la UE a partir de las denuncias que lo atribuyen a fuerzas especiales estadounidenses con el apoyo de Polonia e Inglaterra. Este hecho puso en evidencia, de una manera elocuente, las carencias estratégicas de la Unión.