Bolivia no es una isla y los bolivianos no vivimos al margen de lo que está sucediendo en el mundo. Cuando un manifestante ataviado de indígena se encarmó a la estatua de Colón y le rompió la nariz de un martillazo en El Prado de La Paz, no estábamos viendo un acto original en el epicentro de la guerra contra Occidente, sino la llegada de una onda con origen lejano, en un escenario secundario.
En la universidad, mi eminente catedrático, el Dr. Jorge Siles Salinas, afirmaba que Bolivia era parte de Occidente. En los 90, Samuel Huntington, en su Guerra de las Civilizaciones, dibuja un mapa en el que, achurada, América latina, no es tan parte de Occidente: “Le faltó pasar por la Reforma Protestante”, Huntington dixit.
Desde que tenemos un “gobierno de la revolución democrática y cultural” la línea divisoria se ha ido definiendo. La retórica oficial habla, cada vez más, de Occidente como ajeno y hostil, mientras alinea a Bolivia con Rusia, Irán, China y Turquía y con los chicos malos del barrio, Venezuela, Cuba y Nicaragua. Todos con brillantes calificaciones en democracia y derechos humanos.
Aparece en USA el movimiento Black Lives Matter, los inmigrantes refugiados económicos incendian Francia, en todas partes personalidades de la cultura son “canceladas” al ser calificadas de racistas u homofóbicas por las más leves expresiones, que en otra época no habrían causado ni un levantar de ceja, y figuras históricas son denostadas hoy por sus visiones —hace siglos— acerca de la esclavitud o la raza.
El libro de Douglas Murray, La guerra contra Occidente (en adelante LGCO, Ediciones Península, 2022), presenta una sugerente exploración de los retos a los que se enfrenta la civilización occidental. Murray destaca los peligros de la retórica antioccidental, señalando las incoherencias y la hipocresía del actual clima cultural.
El libro adopta una postura polémica y llama la atención sobre el problema serio de descartar a pensadores occidentales como Kant, Hume y Mill por sus opiniones sobre la raza, mientras se pasan por alto los elementos de carga racial de las obras de Marx (o, agrego yo, del Che Guevara). Subraya que el racismo no sólo existe en Occidente, sino, más intensa y abiertamente, en Oriente Medio y Asia. Murray argumenta que entre quienes manipulan los sentimientos antioccidentales se encuentran no sólo académicos (occidentales) deshonestos, sino también naciones hostiles y violadores de los derechos humanos que buscan desviar la atención de sus propias acciones.
El libro arroja luz sobre los intentos de borrar la historia y la cultura occidentales asociándolas con la esclavitud o el colonialismo y anulándolas posteriormente. Murray expone la ignorancia de muchos críticos y cuestiona su superficial comprensión de la historia occidental y no occidental.
Murray destaca como un problema significativo la falta de convicción entre los guardianes culturales de Occidente. Como no podía se de otra manera, su defensa de Occidente en tanto que sus habitantes originarios son de raza blanca, le han valido acusaciones de racismo. Aunque su defensa de la cultura occidental es comprensible, su énfasis en la “blancura” y sus exigencias de respeto cultural pueden delatar una cierta actitud defensiva más que una celebración confiada del universalismo de Occidente.
En conjunto, LGCO supone una valiosa contribución a la conversación cultural en curso (pero, ¿es una conversación?). El análisis de Murray sensibiliza sobre los retos a los que se enfrenta la civilización occidental y la importancia de preservar su patrimonio cultural. Provoca un debate significativo sobre el impacto de los sentimientos antioccidentales y sirve de llamada a la acción para quienes creen en la importancia de defender los logros y valores de Occidente.
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