
Un ícono del cine italiano de los 60 con películas como El Gatopardo y 8½, murió en Francia a los 87 años. Su carrera de más de 150 films y premios como el León de Oro la convierten en símbolo de emancipación femenina.
La muerte de la enigmática y sensual actriz que encarnó la esencia del cine italiano de posguerra, dejó un vacío en el mundo del espectáculo. La intérprete falleció a los 87 años en Nemours, cerca de París, donde residía desde hacía décadas, rodeada de sus hijos, Patrick y Claudia, según confirmó su agente Laurent Savry a la prensa.
Nacida como Claude Joséphine Rose Cardinale el 15 de abril de 1938 en La Goulette, un barrio de Túnez bajo protectorado francés, de padres sicilianos, Cardinale no solo fue una de las musas indiscutibles de directores como Luchino Visconti, Federico Fellini y Sergio Leone, sino también un emblema de la liberación femenina en una época de rígidos convencionalismos.
Con más de 150 películas en su haber, su trayectoria abarca desde los spaghetti western hasta los dramas neorrealistas, pasando por incursiones en Hollywood, y acumula galardones como cinco David di Donatello, cinco Nastri d’Argento y el León de Oro a la carrera en el Festival de Venecia de 1993.
La juventud: orígenes humildes y el salto al estrellato
El camino de Cardinale hacia la fama comenzó de manera casi accidental. Criada en un hogar multicultural donde se hablaban francés, árabe tunecino e italiano, la joven soñaba con ser maestra, pero a los 18 años ganó el concurso de belleza “La chica italiana más bella de Túnez” en 1957, cuyo premio fue un viaje al Festival de Venecia. Allí, su fotogénica presencia de ojos almendrados y figura mediterránea captó la atención de productores. Franco Cristaldi, un influyente agente italiano, se convirtió en su mentor y, más tarde, en su esposo (de 1966 a 1975), guiándola en sus primeros pasos.
Su debut cinematográfico fue modesto: un papel secundario en Goha (1958), junto al egipcio Omar Sharif, y una aparición fugaz en la comedia Los desconocidos de siempre de Mario Monicelli, donde su voz ronca —considerada demasiado grave para el estándar italiano— fue doblada.
Pero pronto llegaron roles más sustanciosos. En 1959, Pietro Germi la eligió para Un maledetto imbroglio, un thriller que reveló su capacidad para interpretar mujeres complejas y vulnerables. Ese mismo año, Visconti la catapultó al estrellato con Rocco y sus hermanos, donde encarnó a una prostituta que desencadena un drama familiar en la Milán industrial. La crítica alabó su naturalidad: “Cardinale no actúa; es”, escribió el diario británico The Guardian.
La década dorada: musas de gigantes del cine
Los años 60 marcaron el apogeo de Cardinale, quien se convirtió en la encarnación de la “dolce vita” italiana, rivalizando en popularidad con Sophia Loren y Gina Lollobrigida. En 1961, Valerio Zurlini la dirigió en La ragazza con la valigia, un retrato sensible de una mujer abandonada que le valió elogios por su “fragilidad contenida”. Al año siguiente, brilló en la aventura francesa Cartouche (1962) junto a Jean-Paul Belmondo, donde su química con el galán francés fue legendaria: “Belmondo y yo éramos como hermanos traviesos”, recordaba ella en una entrevista con The Guardian.
Pero fue 1963 el año de su consagración. Visconti la eligió para El Gatopardo, adaptación de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, donde interpretó a Angelica, la joven seductora que casa con el príncipe Salina (Burt Lancaster) en la escena del baile que se ha convertido en icónica.
Simultáneamente, Fellini la incorporó a su universo onírico en 8½, como Claudia, la musa ideal que obsesiona al director ficticio Guido Anselmi (Marcello Mastroianni). Fellini insistió en no doblar su voz: “Esa ronquera es poesía pura”, dijo.
Ese mismo año, debutó en Hollywood con La pantera rosa de Blake Edwards, junto a David Niven y Peter Sellers, donde Niven bromeó: “Claudia, junto al espagueti, eres la mejor invención de Italia”. En 1968, Leone la inmortalizó como Jill McBain, la viuda vengadora en Hasta que llegó su hora (Once Upon a Time in the West), un spaghetti western que fusionó su elegancia con la crudeza del género. “Leone me vio como una mujer fuerte, no solo hermosa”, comentó en Variety. Ese rol le ganó el David di Donatello por Il giorno della civetta de Damiano Damiani, su primer gran premio actoral.
De la gloria al exilio voluntario
La meca del cine la tentó en la segunda mitad de los 60. En Blindfold (1965), compartió cartel con Rock Hudson; Lost Command (1966) la vio en un drama bélico con Anthony Quinn, quien la describió como “alcanzable, no inalcanzable como Loren”; y en The Professionals (1966) de Richard Brooks, fue la rehén disputada por Lancaster y Lee Marvin, un western que ella consideraba “mi mejor film americano”. Sin embargo, el sistema de estudios la asfixiaba: “No quería ser un cliché”, explicó en Los Angeles Times, optando por volver a Europa para evitar la cosificación.
En los 70, su carrera sufrió un bache tras separarse de Cristaldi y unirse al director Pasquale Squitieri, con quien tuvo a su hija Claudia en 1979 y colaboró en films como I guappi (1974) y Corleone (1978), inspirados en la mafia napolitana. Aun así, brilló en Una ragazza in Australia (1971), ganando otro David di Donatello como prostituta junto a Alberto Sordi.
Los 80 trajeron Claretta (1984) de Squitieri, por el que obtuvo un Nastro d’Argento como la amante de Mussolini, y Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog, donde fue la aliada de Klaus Kinski en la selva peruana: “Herzog me exigió todo, y lo di”, recordó en The Hollywood Reporter.
Cardinale nunca se retiró. En los 90, participó en 588, rue Paradis (1990) de Henri Verneuil, alabada por su rol materno en esta saga armenia. Regresó a La pantera rosa en Son of the Pink Panther (1993) y, en 2010, ganó el Golden Orange en Antalya por Signora Enrica, como una viuda que acoge a un estudiante turco. Sus últimos trabajos incluyen la miniserie suiza Bulle (2020) y Rogue City en Netflix, que fue un éxito de streaming.
Sus premios acumulan un palmarés impresionante: tres Globi d’Oro, el Premio Pasinetti en Venecia, una Grolla d’Oro y el Honorary Golden Bear en Berlín 2002. En 2011, Los Angeles Times la incluyó entre las 50 mujeres más bellas de la historia del cine.
Emblema en el cine internacional
Fuera de la pantalla, fue embajadora de la UNESCO desde 1999 por los derechos de las mujeres, desafiando tabúes: se presentó con minifalda ante el Papa Pablo VI y fumaba en público como símbolo de independencia. Políticamente liberal, apoyó causas feministas y publicó su autobiografía Io Claudia, tu Claudia en 1995.