
Hiroshima, bomba atómica 1945. Universal History Archive (Universal Images Group via Getty)
El reciente anuncio de Donald Trump sobre el posible reinicio de ensayos nucleares no busca medir la fuerza de un arma, sino la potencia de un mensaje.
En la era de la disuasión simbólica, las explosiones son retóricas, los cráteres políticos y el verdadero campo de batalla es la narrativa. El poder ya no se demuestra con fuego, sino con palabras capaces de alterar el equilibrio del mundo. El reciente anuncio del presidente Donald Trump de que Estados Unidos de que podría reanudar los ensayos nucleares, en busca de una supuesta “paridad estratégica” con otras potencias, sacudió titulares en todo el mundo. Esta no es una columna sobre la noticia en sí, que ya ha sido suficientemente comentada, sino sobre cómo se proyecta poder en esta nueva era, que muchos llaman la era de los algoritmos.
Vale la pena analizar qué intenta, entonces, una potencia como Estados Unidos comunicarle al mundo cuando amenaza con volver a viejas prácticas del pasado, como son los ensayos nucleares, en moratoria voluntaria desde hace varias décadas para los estados nuclearmente armados, con la única excepción de Corea del Norte, que realizó su última explosión en 2017.
Ese pasado anacrónico, en su tiempo, consumió inmensos recursos en pos de construir armas cada vez más sofisticadas que nunca serían utilizadas, sembrando tensiones extremas en una carrera sin sentido. Esa era de la disuasión física fue, para muchos, una oportunidad desperdiciada para la humanidad, un espejo patético del poder cuando éste olvida su propósito.
El mundo ha cambiado desde entonces. Hoy las demostraciones de poder no se hacen con uranio ni plutonio, ni con deuterio o tritio, sino con símbolos, algoritmos y narrativa. Lo vemos permanentemente.
Los dichos del presidente de Estados Unidos, ambiguos, por cierto, llegaron justo cuando Rusia mostraba su músculo anunciando pruebas de sistemas de lanzamiento estratégicos como el torpedo de largo alcance Poseidón, cuyo marketing anticipa un tsunami radioactivo, y el misil de crucero Burevestnik, capaz de portar ojivas nucleares. La declaración fue sugestiva por partida doble: llegó el 29 de octubre, apenas un día antes del encuentro de Trump con el líder chino Xi Jinping, habida cuenta de que el gigante asiático duplicó su arsenal en los últimos tiempos.
La perspectiva de Washington fue clara: Estados Unidos no podía quedar atrás ante semejante despliegue de sus adversarios estratégicos. Se necesitaba una puesta en escena de poder, un recordatorio de que todavía puede redefinir el tablero si así lo desea. Una suerte de MAGA nuclear.
Quienes interpretaron que Trump se refería a test explosivos como los más de dos mil realizados durante la Guerra Fría reaccionaron con enfática condena. Incluso dentro de Estados Unidos, las opiniones oscilaron entre la crítica y la acusación de imprudencia.
La contradicción era evidente: si el objetivo era alcanzar “paridad estratégica”, la referencia a pruebas nucleares tradicionales resultaba improcedente. Rusia y China lo hicieron notar, llamando a no romper la frágil estabilidad estratégica actual, y advirtieron sobre la espiral descendente que implicaría violar la moratoria.
El hecho es que hoy no existe necesidad técnica de realizar explosiones reales para mantener o desarrollar armas nucleares. Estados Unidos verifica la fiabilidad de su arsenal mediante el programa Stockpile Stewardship, simulaciones, supercomputación y modelos de inteligencia artificial.
Ante la alarma, el gobierno aclaró que no se hablaba de explosiones sino de pruebas menos riesgosas. No alcanzó para reducir el impacto. En un contexto de incertidumbre global, la palabra de un líder de primera magnitud puede tener tanto peso como un test nuclear real.
Una frase ambigua puede erosionar la arquitectura del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (CTBT), de 1996, pilar de la seguridad global, aunque aún no ha entrado en vigor por falta de ratificación de Estados clave como Estados Unidos, China y Rusia.
La disuasión cambia de naturaleza: ya no es física, sino simbólica. Se disputa quién controla el relato de la seguridad, más que cuántas ojivas posee cada potencia. El poder se vuelve dialéctico: decir que se puede, equivale a poder.
En ese contexto, el test nuclear reaparece como metáfora: un pulso retórico para medir obediencias. Las explosiones son discursivas; los cráteres, políticos.
El siglo XX ensayó con átomos; el XXI ensaya con algoritmos, imágenes —reales o falsas— y narrativas que moldean percepciones. La destrucción física cede paso a la confusión estratégica y a la erosión moral.
En un mundo donde la tecnología permite simular lo que antes requería detonar, y donde las palabras crean realidades, el desafío es ejercer el poder con responsabilidad antes de que los riesgos se vuelvan incontrolables.
Aun así, muchos seguimos creyendo que el poder puede ejercerse con sabiduría, si quienes lo detentan recuerdan que también habitan el mundo que ponen en riesgo. No es ingenuidad; es lucidez estratégica.
* Presidente de NPSGLOBAL. Experta en estrategia, geopolítica e IA.












