
Con los más de 303.000 millones de barriles certificados en 2021 y el 30% que Maduro afirma haber añadido, Caracas incrementa su capacidad de negociación en un mercado turbulento. Tal es el peso del petróleo venezolano y, por consiguiente, de PDVSA, que este recurso se convierte en un arma de doble filo para el Estado chavista.
La relación entre Estados Unidos y Venezuela ha estado siempre marcada por la industria del petróleo venezolano. Desde la nacionalización del sector por parte de Caracas hasta las recientes sanciones y presiones de la administración de Donald Trump, el crudo venezolano ha sido un punto clave en la política energética global y, más específicamente, en la de Washington.
Venezuela en el foco de Estados Unidos
La historia del petróleo en Venezuela está estrechamente ligada al ascenso de Estados Unidos como potencia petrolera mundial. Desde la fundación de la industria estadounidense con el Pozo de Drake en 1856, el país fue el principal productor y consumidor de crudo.
Durante gran parte del siglo XX, Venezuela se convirtió en un proveedor crucial de petróleo para Estados Unidos, especialmente para las refinerías del golfo de México, que fueron construidas para procesar crudo pesado como el venezolano.
Sin embargo, pese a su relevancia como suministrador, Caracas comenzó a declinar en la producción de petróleo a partir de la década de 1970. En 1971, alcanzó su máximo histórico con más de tres millones de barriles diarios, pero nunca volvió a ese nivel. A partir de los años 20, el país fue explotado por compañías internacionales que construyeron más de 50.000 pozos, muchos de los cuales fueron bastante mal mantenidos.
La nacionalización del sector en los años 70, impulsada por el gobierno de Carlos Andrés Pérez, fue un intento de recuperar el control, pero la falta de inversión y la mala gestión condujeron a la caída definitiva de la producción. Aunque la Faja Petrolífera del Orinoco albergaba enormes reservas, el petróleo extra pesado resultó ser costoso y difícil de procesar, lo que impidió su explotación.
Estados Unidos, si bien cuenta con producción propia, sigue ampliamente interesado en el petróleo venezolano. Empresas como Chevron, que han tenido presencia en el país latinoamericano desde la década de 1940, continúan viendo el crudo venezolano como una fuente clave para abastecer sus refinerías en suelo estadounidense.
La administración Trump, que ha adoptado una postura agresiva hacia el gobierno de Nicolás Maduro, implementó sanciones severas que impiden o restringen la compra de petróleo venezolano, generando tensiones dentro de los círculos económicos y políticos de Washington.
Estas medidas han complicado el suministro de petróleo pesado a las refinerías del golfo de México, lo que ha llevado a algunos actores influyentes del sector a presionar por excepciones. Chevron, por ejemplo, ha logrado extender su licencia para operar en Venezuela en un intento por mantener su acceso al crudo sin dañar sus intereses comerciales a largo plazo.
Boscán, ubicado en el occidente de Venezuela, es una de las reservas más importantes del país. Con 1.400 millones de barriles conocidas, se ha convertido en un activo de interés para empresas como Chevron, que ha estado involucrada en su explotación desde la década de 1940. El petróleo de Boscán es especialmente relevante debido a su alto contenido de azufre, lo que lo hace ideal para las refinerías del sur de Estados Unidos.
El futuro del petróleo en Venezuela
Aunque Washington ha logrado una mayor autosuficiencia energética gracias al fracking, la geopolítica del petróleo sigue siendo un factor clave en su estrategia y acción exterior. Así pues, el petróleo venezolano, con sus reservas masivas, sigue siendo un activo deseado tanto por Estados Unidos como por las empresas internacionales.
El caso de Chevron ilustra cómo los intereses económicos pueden moldear, e incluso colisionar con, las estrategias geopolíticas, a medida que las grandes compañías petroleras buscan asegurar el acceso a recursos esenciales para su actividad, mientras actores como el secretario de Estado Marco Rubio impulsan agendas propias.
Para Venezuela y para el gobierno de Nicolás Maduro, el petróleo es un elemento de primer orden, no solo en términos económicos, sino de proyección política. Según expuso el propio Maduro en un foro en la ciudad rusa de San Petersburgo a mediados del año 2025, Caracas atraviesa un ciclo de “inversiones muy fuertes” en este sector.
Cabe destacar que los ingresos procedentes de las ventas y los impuestos de Petróleos De Venezuela S.A. (PDVSA), la empresa más importante del país, cubrirán el 53% del gasto público del gobierno proyectado para 2026, lo que equivale a más de 10.000 millones de dólares, según Reuters.
Con los más de 303.000 millones de barriles certificados en 2021 y el 30% que Maduro afirma haber añadido, Caracas incrementa su capacidad de negociación en un mercado turbulento. Tal es el peso del petróleo venezolano y, por consiguiente, de PDVSA, que este recurso se convierte en un arma de doble filo para el Estado chavista.
De un lado, le dota de una baza de negociación frente a un Estados Unidos convencido de ejecutar una política agresiva y abiertamente injerencista contra América Latina; por otro lado, empuja al propio Trump a tomar decisiones drásticas si considera que el gobierno de Maduro no garantiza a largo plazo el flujo de crudo hacia empresas estadounidenses.












