Bolivia: La revolución continúa

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Foto: UPDS

Las fuerzas sociales que sacudieron y transformaron Bolivia en el último lustro no se han aplacado. Evo Morales llegó al poder montado sobre la ola, y ahora corre el riesgo de ser el arrecife contra el que ésta se estrelle. Estas fuerzas eran el deseo de redistribución de la riqueza petrolera y mineral que se han revalorado por el boom de las materias primas, y la determinación de echar a la élite neoliberal del poder y sustituirla por “tribunos populares”. Lo segundo ha ocurrido amplia y, en muchos casos, rudamente, pero esto no ha detenido lo primero.

La última revolución boliviana sólo se ha completado en el plano político: una nueva camada de gobernantes está a cargo de todo y ha llegado a tener más poder que ninguna otra en la historia. Al mismo tiempo, los movimientos populares siguen aspirando a una revolución “social”, que no solo invierta las posiciones (“de vuelta la tortilla”) en el Estado, sino también en el aparato productivo y el mercado. Durante su arribo al poder, cuando aún encarnaba lo nuevo, el Gobierno alentó estas ambiciones y trató de satisfacerlas en la medida de lo posible: nacionalizó las principales empresas e incrementó significativamente la cantidad del ingreso nacional que llega a la mayoría de la población.

A partir de cierto punto, sin embargo, Morales comprendió que llevar la redistribución al extremo desestabilizaba su propio poder, por lo que comenzó a enfrentarse a ciertos movimientos y a rechazar ciertas demandas, en especial de las de carácter salarial, que amenazaban una administración prudente de las finanzas públicas. El vicepresidente Álvaro García Linera dejó de exaltar todos los movimientos que surgían y, en cambio, comenzó a diferenciar entre movimientos “buenos” y “malos”.

Ni el innegable predicamento de Morales sobre las organizaciones sociales ni tampoco la gran liquidez del Tesoro público lograron frenar la furia redistributiva de la gente, que además el mismo Gobierno, erigiendo un caballo de Troya, había alentado con un discurso útil para llegar al poder pero nefasto para ordenar al país (“el Estado tiene que resolver todos los problemas”, dijo a todo el que quería escucharle, una creencia que, según el Latinobarómetro, es más alta en Bolivia que en cualquier otra parte de Latinoamérica).

Los demonios rentistas, que llevan a la gente a extorsionar al Estado con toda clase métodos de “acción directa” han sido responsables, este año, de graves conflictos que con claridad tuvieron al Gobierno en contra. Los más abiertamente egoístas fueron los impulsados por las comunidades campesinas y los pequeños mineros que pugnaban por apropiarse de yacimientos minerales, o poner bajo su propio control determinadas extensiones de tierras. Estas ambiciones puramente crematísticas han sido responsables, en el último mes, de la pérdida de los contratos que el país tenía con las empresas mineras internacionales Glencore (en mina Colquiri) y South American Silver (en Mallku Khota).

En ambos casos, el Gobierno tuvo que aceptar que los grupos movilizados pasen por encima de su voluntad (pues las autoridades no deseaban ni desean nacionalizaciones en minería) e incluso que cometan graves delitos, como el secuestro de un grupo de ingenieros de la South American. Y, al final, tuvo que entregar a los activistas que habían organizado el conflicto los yacimientos que éstos pueden aprovechar directamente y “estatizar” el resto, aunque la promesa de que el Estado explote adecuadamente este tipo de minas  (“open pit”) es imposible de cumplir. Para eso necesitaría un capital y una tecnología con los que no cuenta.

Si las del pasado (en hidrocarburos o electricidad) fueron una especie de “ofrendas” hechas por el Estado en honor las multitudes, para tratar de aquietarlas, las de ahora son “botines” conquistados por estas mismas multitudes, que se resisten a tranquilizarse y aceptar que sea el Estado el encargado de reunir y repartir la riqueza social de una manera equitativa.

Mientras Bolivia viva el momento de mayor prosperidad de su historia, y mientras el empoderamiento popular haga desaconsejable cualquier intento serio de reprimir los brotes de violencia política, esta situación seguirá agravándose. Aunque el Gobierno parece fuerte y actúa implacablemente en el área política, haciéndole la vida imposible a sus opositores (entre ellos a los indígenas del oriente), se lo ve completamente desarmado, ideológica e institucionalmente, para imponer orden en la sociedad. Su única respuesta a ésta es la demagogia, ceder y prometer, y con ello socavar aún más su credibilidad, lo que le quita la poca capacidad para actuar que aún conserva.

Aunque ya no les guste a los revolucionarios en el poder, la revolución boliviana continúa su marcha, impulsada por la ambición de echarle mano a las rentas de la exportación de materias primas. Claramente, hoy esta revolución ha vuelto a acelerarse. ¿Podrá llegar más lejos? Seguramente no al “socialismo”, como quisieran los disidentes de izquierda del proceso, ya que éste es un país de pequeños productores que en su mayoría más bien aspiran al capitalismo salvaje, antes que a la centralización de los medios de producción. Pero no cabe duda de que la intensificación de las luchas populares puede desordenar gravemente la economía, como ocurrió a principios de los ochenta, y con ello volverse involuntariamente “conspirativa”, no porque sea coordinada por la oposición, lo que no ocurre, sino porque puede volverse (como mostró el reciente motín policial) peligrosa en exceso para la democracia.