La trata de personas al desnudo

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Las mafias del sexo y la prostitución. Antonio Salas es el seudónimo de un periodista que se infiltró en las redes del tráfico de mujeres que manejan un millonario e infame negocio. 

Bajo el título “En el año que trafiqué mujeres”, el periodista Antonio Salas relata su vivencia, infiltrado como propietario de una red de prostitución en España.  Durante doce meses, Salas estuvo en contacto con prostitutas callejeras, famosas televisivas e inmigrantes que no tienen dónde ir. “Nadie supo alertarme sobre el mayor peligro de todos. Me refiero a los zarpazos letales en el alma que mutilan para siempre tu mente al conocer y convivir con el lado más siniestro de la naturaleza humana”, reconoce el autor.

Una testigo del infierno

Esta una parte de los testimonios recogidos en el libro. “…Yo tenía diecisiete años cuando fui secuestrada por primera vez por la red que desde Moldavia dirigen Dimitri Samson y Anatolie Rusu, quienes me enviaron a Turquía a trabajar como prostituta.  Dimitri me amenazaba con matar a mi familia ante la más mínima rebelión. En Turquía nos controlaba Sveta, la esposa de Dimitri. Ella era la encargada de recaudar el dinero que nosotras ganábamos para enviárselo a su marido a Moldavia. El transporte en  avión lo hacía alguna de las chicas. El dinero viajaba oculto en un preservativo, que era introducido en la vagina de la encargada de transportarlo.

“Recuerdo que, una vez, el preservativo con el dinero abultaba tanto que a la chica no le cabía en la vagina. Entre las demás compañeras tuvimos que aplicarle vaselina, hasta que logramos introducírselo, y tardamos horas en conseguirlo”.

“En cierta ocasión, yo viajaba en autobús desde Moldavia hasta Turquía enviada por Dimitri. Como siempre, con la amenaza de matar a mi familia si no le obedecía. Al intentar cruzar la frontera de Bulgaria, las autoridades turcas no me permitieron pasar.  Decidí regresar a Moldavia y decirle a Dimitri lo que había ocurrido. Mientras esperaba un autobús que me llevara de vuelta a casa, acompañada de otra chica moldava de veintitrés años que también había sido secuestrada por Dimitri, se aproximó a nosotras un vehículo en el que iban tres hombres; luego supe que dos de ellos eran ucranianos y el otro búlgaro. Al ver cómo ellos cogían a la otra chica y la introducían en el vehículo yo salí corriendo pero me alcanzaron. Había mucha gente mirando y nadie hizo nada por evitar que nos cogieran. Me forzaron a subir al automóvil y, como yo me resistía, uno de ellos sacó una jeringuilla y quiso inyectarme algo en el brazo. Yo forcejeé con él y le rompí la jeringuilla, pero consiguieron inmovilizarme.

“Después de una hora de camino, nos detuvimos en un pueblo de Bulgaria. No sé cual, porque ellos impedían que mirásemos los carteles de la carretera. Entramos en una casa  con un restaurante. A mí me condujeron a un sótano donde había una habitación y cerraron por fuera con llave. Estuve siete días durmiendo en una cama sin sábanas. Sólo salía de allí cuando pedía ir al servicio y siempre conducida por uno de mis raptores. A los ocho días, nos obligaron a lavarnos, a peinarnos y a pintarnos la cara.  Nos esperaba un gitano.

“Era un hombre bajo, gordo, de unos cuarenta y cinco años, que según pude ver, era propietario de varios prostíbulos; compraba mujeres secuestradas y las vendía al mejor postor. El gitano gordo me dijo que yo tenía que trabajar en uno de sus clubes y acostarme con al menos, cincuenta hombres al día. El horario de “trabajo” empezaba a las 11 de la mañana y terminaba cuando me acostaba con el último de los cincuenta.  Así tenía que estar dos meses durante los cuales el dinero que ganaba era para el gitano.

Después de estos dos meses, el dinero lo repartiría conmigo al 50 por ciento, pero me dijo que el total del dinero siempre lo iba a  guardar él.  Yo le dije que no podía hacer aquello. Al final decidió venderme al propietario de uno de los clubes en Creta (Grecia)

“Me trasladaron a otra casa. Allí había otras ocho secuestradas, una de ellas de diecisiete años y otra de diecinueve, madre de dos hijos. Tres días después nos facilitaron una camisa, unas zapatillas y dos latas de conservas. Estuvimos poco allí, porque en seguida nos llevaron cruzando montes durante dos días, hasta Grecia. En aquel viaje nos acompañaba un búlgaro alto, flaco, de veinticinco años, que se inyectaba heroína cada rato. En Grecia nos recogió un hombre alto, rubio, de treinta y cinco años o cuarenta años, que nos llevó en coche hasta Salónica. Era el propietario de unos clubes de alterne en la isla de Creta. Había pagado 35 mil marcos alemanes -16.828 euros- al gitano por cada una de nosotras. El gitano nos había mostrado a todas y el búlgaro nos eligió a otras dos chicas y a mí. Por el camino supimos que nos había comprado billetes de avión con nombre falso.

“En el aeropuerto yo salí corriendo y me agarré al brazo de un policía de servicio. Le grité que me habían secuestrado, que me llevaban a la fuerza a Creta, que otras dos chicas, al igual que yo, viajaban en el avión que yo iba a tomar. Los policías las detuvieron y nos trasladaron a una comisaría y después nos metieron a las tres en la cárcel durante siete días para deportarnos después a nuestro país.

“La policía griega me pagó el billete de tren hasta Sofía y desde allí a Bucarest tenía que pagármelo yo, que no tenía ni un duro. En aquel tren era peligroso viajar porque en una de las paradas a veces subían rusos, albaneses o búlgaros y se llevaban a todas las mujeres jóvenes que viajaban, aunque fueran acompañadas de sus maridos o sus padres. Los mafiosos pagaban -u obligaban bajo amenaza de muerte- a los maquinistas del tren para que parasen el convoy donde ellos quisieran, aunque no hubiera estación. A los hombres que viajan con las mujeres, si oponen resistencia les ponen pistolas o cuchillos en el cuello, o los matan directamente.  Aquella vez ocurrió.  El tren se paró en medio del campo y cuando los negreros entraron, una señora mayor que viajaba con su marido en mi mismo vagón me dijo que me escondiera en una abertura que había bajo los asientos, en el suelo. Así lo hice y así me pude salvar de otro secuestro. De las casi cincuenta mujeres jóvenes que iban en el tren, sólo yo llegué a Sofía.

“Pero cuando llegue a la estación de Chisinau -capital de Moldavia-, me estaba esperando Dimitri. A los dos días iba nuevamente en avión, esta vez camino de Turquía. Poco después, Dimitri, al comprobar que en Turquía no recaudaba suficiente dinero, decidió enviarnos a España a trabajar como prostitutas o bailarinas de striptease…